Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO SESENTA Y SIETE

NICOLAS

—Por aquí su alteza —la expresión rebosante de Madison me hace sobrellevar mejor mi personaje—. Sea bienvenida a la fiesta del té.

Palmea la sillita blanca en donde sólo me cabe una nalga y allí trato de sentarme.

—Gracias por la invitación, Lady Madison.

Me mira con mucha seriedad.

—Papá, ¿puedes tomarte esto en serio?

Aprieto los labios y obedezco a lo que me pide. Primero, no me río, segundo me aclaro la garganta para que me salga de diez este asunto que me sofoca. Entre los tules rosados que me puso, el maquillaje en los ojos que me da comezón, el esmaltado en las uñas que no me deja no mover los dedos y la bendita sillita que me acalambra el culo sólo rezo hacer esto de diez para salir despavorido de esta reunión de mujeres.

—Claro Lady Madison —fuerzo la voz, que me sale entreverada. Mezclando el tono femenino con el cocoreo de una gallina.

—Como ya sabemos todas, estamos aquí en esta fiesta del té celebrando que mañana Lady Madi; es decir yo... Iré a ver a mamá y a mi hermano —la cosa tierna de mi hija, disfrazada de hada acomoda a su Rapunzel de medio metro en la silla—. ¡Sí claro chicas, les mostraré las fotos cuando regrese del hospital! ¿Qué dices Rapunzel?

La veo jugar y por dentro me muero de risa.

Rapunzel, Ariel, Cenicienta y Tiana, todas de medio metro murmuran bendiciones y revolotean los pelos de acá para allá.

En resumidas cuentas estoy peor que Orianna.
La vi tan triste por Charlotte que me enloquecí, fui a la juguetería y le compré toda la selección de princesas de medio metro.

Ella estaba radiante, mi padre me preguntó si había fumateado alguna hierba y mi hermana me celebró la desquiciada compra de la semana.
Las princesas, el juego de té, la mesita para jugar al té, el set de manicura, el closet de disfraces.
Ahora estoy pagando las consecuencias de mi gastadero compulsivo de padre consentidor.

Necesito a Charlotte aquí cuanto antes.

—Entonces Princesa Cora, ¿qué vas a beber? —miro para todos lados aguardando  la contestación de alguna de las señoras muñecas—. Princesa Cora... —ojeo a mi enana, quien pone cara de impaciencia—. ¡Papi, concéntrate!

Abro los ojos con sorpresa y me cubro los labios fingiendo pesar.

Maldición.

Resulta que soy la dichosa Princesa Cora. Me quiero matar.

—Lo siento, estaba desatenta —cocoreo—. ¿Si Lady Madison?

Con su sonrisa que me derrite y esos ojazos celestes herencia de su madre alza la tetera y me observa.

—¿Qué te apetece beber Princesa Cora? ¿Té o chocolate caliente?

Me arreglo los tules y bato las pestañas plásticas que tuvo el descaro de ponerme.

—¿Qué tal una cerveza bien fría?

Su actuación se desploma y me escudriña con severidad.

—Dije... ¿Té o chocolate caliente?

Trago saliva y hago un ademán con la mano para no ganarme un cachetazo por desubicada.

—Té por favor.

Ella vuelve a sonreír y llena mi taza con su té imaginario de...

—Son frambruesas y moras —me da la taza—. Bébetelo todo, Cora y cuidado —me señala las manos—. Con cuidado o sino se te va a arruinar la manicura.

[...]

Me seco el rostro con la toalla y salgo del cuarto con prisa. Todavía me cuesta sacarme el rubor y ni se diga del esmaltado.
Vestigios que quedaron de la noche loca entre las princesas y vestidos.

—¿No vas a...

Mi hermana alza una ceja, evitando reparar en mi rostro y me señala la mesa del desayuno.

—No —me arreglo las solapas del abrigo, lo abotono y me guardo la billetera.

—Pero...

—Me voy al Med.

—¡Yo también quiero ir! —Madison salta de la silla y con autoridad viene hacia mí.

—Nicolín, al menos tómate una taza de café —Orianna sigue que sigue insistiendo y cuando quieren y se juntan, las mujeres Donnovan-Henderson son un calvario.

Como ahora.

—Me lo tomaré en la cafetería del hospital. Me llamó papá y me dijo que todo está bien, que ella pasó la noche fenomenal y que le harán la ecografía a mi hijo. Yo tengo que estar ahí.

—¡Yo también voy! —mi princesa chilla a mi alrededor, incluso le pide a Nora que por favor le alcance su abrigo. El peludo de color lila que está en el perchero del vestíbulo.

—No enana —inmediatamente que le contradigo, me escudriña como para matarme.

Está realmente disgustada.

—¿Por qué? Mamá me dijo que fuera a verla bien temprano.

Se me encocora delante de todos, arruga el ceño y zapatea, como si eso me acojonara a mí.

Enana malcriada.

Le zapateo igual y arqueo una ceja definiéndola al doble que la suya.

—Mamá se va a hacer los estudios del hermano —replico.

Respuesta que no es la que quería oír.

—Mamá dijo que fuera bien temprano —me enfrenta.

—Pues hubo cambio de planes —la enfrento al cubo. 

—Madi —Alex interviene con cautela y distancia—, podemos pedirle a Ori que nos lleve a patinar.

—No se me antoja patinar —me fulmina con la mirada y yo como si nada.

Los días de internación de Charlotte nos han puesto en un escalafón de confianza absoluta entre padre e hija.

Y...

¿Qué significa esto?

Pues avances.

Significa que ella ya me perdió el respeto, que dejé de ser su amigo y me convertí en papá.
Que soy el monigote al que maneja la mayor parte del tiempo, o que por el contrario cuando algo no le conviene y no puede tironear conmigo, de monigote me transformo en su peor enemigo.

Sí...

En este preciso instante por ejemplo, que me ojea como si me odiara con la vida sólo por decirle no, hay avances.
Cuando siento que voy a morirme de un ataque de estrés, veo avances.
Anoche que me pintó las uñas, me barnizó las cejas y me maquilló los labios también noté avances.
En la ausencia de Charlotte nos aferramos tanto el uno al otro que aunque ella desee zamparme un jarrón en la cabeza o yo me muera de ganas de pararla de espaldas a la pared siempre regresamos al punto de partida: la princesa de papá acurrucándose en mis brazos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.