La ventisca suave, propia de un atardecer cambiante e inestable sobre la periferia de Washington me da de lleno en el rostro cuando tras la mirada impresionada, totalmente sorprendida de mis colegas laborales cruzo el umbral de la bendita cafetería para (si dios así lo quiere) no regresar nunca jamás.
Siendo cien por ciento honesta., la plenitud que me embarga al salir del recinto es inmensa. Una sensación de bienestar, de jolgorio al no callarme. Al decir luego de dos años lo que pienso, lo que muchas veces me he tenido que tragar presa del temor, del terror al que dirán, a las represalias, miedo a dejar la cobardía de una buena vez.
—¡Qué bien! —Me digo al escuchar la diminuta campana sonando en alusión de nuevo cliente o éste caso, de la empleada que renunció por voluntad propia.
El cristal de la puerta choca contra el marco, e interesándome nada lo que ocurra con Giselle, la cafetería, el limpiar incansablemente mesas, suciedad de otros, y desperdicios, cruzo de acera para encaminar los pasos, antes de que el sol desaparezca, hacia mi casa.
Pierdo la vista en puntos desinteresados a medida que avanzo. Observo las líneas perpendiculares que dibujan las baldosas a mientras las voy pisando, e introduzco dos de mis dedos en los milimétricos bolsillos del jeans., notando dentro de uno de ellos, una bolita de papel arrugada.
Frunzo el ceño mientras recurro al esfuerzo sobre humano de., en un espacio diminuto, remover las falanges para retirar aquello de lo que se me hace manía llevar a cabo: lavar ropa con papeles incluidos.
—¡Pero qué mierda! —Gruño enlenteciendo el andar, y depositando la total dedicación a esa tarea imposible.
Mordisqueo la lengua como si del movimiento dependiera el éxito de la estrategia, y cuándo finalmente me doy por vencida, la zona geográfica mágicamente cede y retiro el objeto no identificado.
<<Indudablemente deberé tener más cuidado, un día de éstos lavaré hasta las ideas, que de seguro ni cuenta habré de darme.>>
Estiro despaciosa el retazo de papel y la sonrisa ensanchándome las facciones es gigantesca: no existe mayor satisfacción que encontrar dinero dentro de prendas olvidadas.
Tal vez luego de meses o años, ¡quién sabe! ¡Pero qué felicidad enorme me inunda! ¡Diez dólares!
Doblo el billete prolijamente y acortando las distancias que me separan del hogar Donnovan, un pequeño mercado capta mi atención.
<<¡Indiscutiblemente lo gastaré en golosinas para mis diablillos! ¡Si total!, aunque renuncié a todo derecho laboral minutos atrás., aunque podría atravesar una leve demanda por concretar abandono de trabajo, y marchar sin un mísero dólar en el bolsillo, sé con convicción que mañana un nuevo, tortuoso y bien pagado empleo aguardará por mí.>>
<<Entonces: ¡bienvenido el gasto del día!>>
—¡Buenas tardes Charlie! —Saluda Ángela., nuestra vecina y quién también, generalmente nos ayuda brindándonos fiado muslos de pollo, y algún que otro vegetal para la odiosa sopa. —¡Tú tan preciosa como siempre! —Resalta con esa amabilidad suya distinta del resto: desinteresada, genuina, cálida. —¡Ya me pregunto yo dónde andarán los novios!
—¡Angie! —Chillo ruborizada ante la mención, observando a la morena señora quizá de la misma edad que Sam, pero sin el fiel recordatorio de amarguras surcándole el rostro. —¡No tengo novio! —Murmuro afirmándome que jamás lo tendré.
—¡Pues va siendo hora de que te consigas uno! —Reprende divertida, ojeándome tras el mostrador que gracias a su pequeña estatura debe atender desde una tarima. —¡Trabajas muy duro linda! ¡Preséntale un yerno a Sami, esa mujer sí que necesita distracciones, —guiñándome el ojo con picardía puntualiza, —y qué mejor que el novio de su hija mayor! Créeme, para las madres es una excelente catársis el reflexionar las cien formas de asesinarlos lentamente, si algún día consideran romperles el corazón a nuestras niñas.
—¡Ay dios! —Río, —¡las cosas qué dices!
—¡Tengo razón! ¡Las mías aún no llegan a la mitad de tu edad, y ya andan de modelos de cine, cantantes pop y no se cuánta gente más! ¡Llenan sus dormitorios de póster con amores platónicos, es algo inédito! —Suelta un bufido y retomando el motivo de mi arribo pregunta, —¿Qué quieres llevar linda?
Miro la vitrina delante mío, deleitándome en la exhibición de budines con chispas de chocolate, otros con pasas de uva, y otros, los favoritos de mamá, con maní.
—Son... ¿Caseros? —Indago curiosa, señalandolos a través del vidrio.
—¡Los hornee hoy en la mañana! —Objeta orgullosa de la labor. —A veces hay que ingeniárselas para duplicar las ganancias Charlie. Dos bocas en crecimiento qué alimentar no es tarea sencilla.
Trago saliva y el afecto que le profeso a Ángela empieza a palpitar dentro feroz.
Diez años lleva viviendo en Washington. Una vecina que me vio crecer, y que aún sin mantener amistad con Samantha siempre estuvo presente para brindarnos ayuda o cariño.
Angie, la morena inmigrante e indocumentada que atravesó la frontera, buscando el sueño difícil de un futuro mejor.
Ella sin marido, sin familia., quién debió sufrir en carne propia algo tan arcaico y repudiable dentro de un país primer mundista, como lo es el racismo y también, el constante rechazo ante su falta de ciudadanía legal.
Permanentemente laborando en negro, relegando aportes jubilatorios, seguro social y médico para así evitar ser deportada, cualquier día de éstos.
Absolutamente admirada por mí, al ponerse un mini negocio y emprender el rumbo de una vida digna, merecedora de más, que solamente trabajo arduo.
—Llevaré uno de chocolate y otro de maní. —Recito parpadeando, suprimiendo los pensamientos en cadena que me torturan la mente. —Una botella de leche y cacao. —Suspirando feliz, rebosante porque les daré a los renacuajos una merienda de reyes, estiro el billete sobre el mostrador e inmediatamente la sonrisa desfallece en los mismo labios.