Jamás creí posible en toda mi vida., ser capaz de llorar tanto.
Nunca llegué a imaginar que la opresión instalada en mi pecho, esa angustia desplazándose a cada ápice del cuerpo, casi asfixiándome, quitándome el habla y hasta las ganas de moverme, impediría siquiera parpadear.
Pues estoy congelada. Lisa y llanamente estática, muda, absorta mirando la nada y a su vez todo.
Sentada en el frío piso de ese escabroso hospital, con las rodillas pegadas a mi mentón y la espalda recargada en la desgarbada pared que lejos de ser blanca, tira a un sucio beige que indica desde hace tiempo ya., no recibe buen aseo.
Llevo los dedos a las sienes para frotarlas en un desesperado proceso reiterativo. Alterno el movimiento relajante hacia la melena que no comprende de orden, prolijidad o arreglo, y vuelvo al punto de inicio.
Fricciono los pulgares aplicando fuerza, e intensidad, rezando que el dolor de cabeza amaine. Es intolerable, porque el cerebro parece palpitar con vida propia y no como un órgano más de mi anatomía. El estrés, los nervios, la inquietud enorme tras haber visto a mamá desaparecer hace varias horas, me carcome ávidamente. Devora mis entrañas, cala hasta mis huesos y atino solamente a mecerme cuál potencial lunática.
Me abrazo a mí misma percibiendo el frío colárseme por las prendas poco abrigadas que llevo puestas, entendiendo sobradamente que el clima no acarrea esa sensación física de congelamiento., sino la amargura., la desazón alterándome íntegra.
La incertidumbre también, puesto que van muchísimas vueltas de reloj, desde que Samantha, seguida del desagradable doctor me lanzó un beso, un te quiero, y se encomendó al análisis clínico que develará vaya a saber uno qué cosa.
Inspiro hondo aunque el sistema respiratorio se rehúse a colaborar con el ingreso de oxígeno, y busco por doquier a alguien que pueda amablemente indicarme el horario.
Mi presupuesto escaso no ha permitido el placer de portar reloj de muñeca, y al salir apurada, asustada, agitada, olvidé incluso traer el teléfono móvil.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. —Cuento entre musitas hundiendo la cabeza en el hueco que mis extremidades proporcionan. —Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. —Prosigo alzando nuevamente la vista., observando que aquel pasillo en primera instancia desbordado de pacientes, ahora luce vacío, desierto, lúgubre.
Indudablemente sí que ha pasado más que un corto rato. Podría apostar que horas., demasiadas horas. Tantas que luego de derramar lágrimas en los brazos de Ámbar, de tenerla brindándome aliento, y la fiel promesa de que todo estará bien, tuve que pedirle el enorme favor de marchar a mi casa.
Cerciorarse de los renacuajos, su tarea escolar terminada y un juramento de cena calórica, grasosa, deliciosa, que si no fuese por el corazón noble de la morena, habría quedado pausada y en el debe.
Relamo los labios resecos, evocando la determinación de Reggins al sostener que bajo ninguna circunstancia, tomaría un sólo dólar viniendo de mi parte. Afirmándome se encargaría de llevarle a los demonios Donnovan: hamburguesas, pasta, tacos, golosinas, helados, gaseosas y así desplegar tal festín que contados dos años, ellos no disfrutaban.
<<¡Dios sabe el dolor que me produjo repetirle al menos diez veces que mentirle a mis hermanos era lo primordial!>>
Prácticamente implorarle que recurriese a su imaginación voraz, e inventase cualquier excusa cuál justificativo a nuestra ausencia tal vez corta, tal vez prolongada, o tal vez... Definitiva.
Cierro los ojos negándome a la posibilidad remota, trágica, muy de mierda y rememoro la sorpresa de Am, al espetarle con exactitud que una fuerte gripa resultaría la coartada ideal para brindar. Tildar a mi santa madre de afiebrada, congestionada, resfriada y evitar así las cientos de preguntas de Christopher o Alexandra., o la mirada analítica, detallista, puntillosa de Liam.
Principalmente, evitar la mirada de Liam. El descendiente mayor que parece olfatear las mentiras a metros inclusive de distancia.
—¿Familiares de Samantha Houston? —Llaman con voz rasposa, despabilándome totalmente., obligándome a emerger de las profundidades que pensamientos irrelevantes generan., y brincando como si llevase un resorte pegado en el trasero.
—¡Yo! —Exclamo jadeante, aproximándome al médico que no resulta aquel de ratos atrás. —Soy su hija. —Digo alargando la mano que no cesa de temblar. Deseando escucharlo todo y al mismo tiempo anhelando taparme los oídos o hacer un berrinche. Pues honestamente si las noticias son malas, no lo soportaré.
—Es un gusto. —Contesta estrechando el saludo. —Doctor Sullivan. —Se presenta serio.
—Char... Charlotte. —Musito.
Le noto fruncir los labios y entiendo que está pensándose muy bien las palabras a recitar.
—¡¿Qué tiene?! —Insto apresurada. Suplicándole al cielo que no me la arrebate. No ahora. No cuándo aún la necesito.
Porque aunque sé, como ley de la existencia que nuestros padres no son seres eternos, que están destinados a marchar antes que nosotros, yo no estoy lista para despedirme de ella. Verdaderamente creo que jamás estaré lista para no volver a ver, a quién me dio la vida. No cuándo el dolor tremendo de la pérdida ya lo probé enterrando a mi padre. Menos si siento que restan muchos años de permanecer juntas. Comprendiendo que más allá de tener diecinueve, de forma tonta, o reprobatoria, todavía me considero su niña.
¡Una a la que le faltan sermones por escuchar, abrazos que recibir, y felicidad! ¡Samantha se merece marcharse con felicidad en el rostro, no así! ¡Definitivamente, no así!
—Señorita no llore. —Concilia intentando apaciguar el dolor que me quema adentro cuál incendio que arrasa con todo a su paso.
—Ya no sé cuánto llevo llorando. —Respondo limpiándome lagrimas que caen a raudales., que ruedan una tras otra sin calmar la presión en el pecho. Esa sensación espantosa de aplastamiento., de asfixia. —Pero dígamelo. Usted dígamelo. Sé que la verdad duele.