Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

Y con más pena que gloria el viernes llegó.
Con una lentitud odiosa.
Con una parsimonia insoportable los días transcurrieron hasta ponerme delante el fin de semana de desarrollo incierto.

Gracias a la rutina ajetreada, lo que podrían haber sido horas interminables, simplemente se redujeron a lapsos de tiempo dónde cuantiosas tareas me ayudaron a evadir la amarga sensación de que algo estaba faltándome.

Es que en cierto modo, lo sabía a la perfección. Lo supe apenas él lo dijo.

Cuál astuto brujo, aquello que afirmó, acabaría carcomiéndome las entrañas, finalmente se hizo real: lo extrañaba enormidades.

Jamás creí posible el añorar tanto a una persona, como me ocurrió con Niko.

No verle el rostro., escuchar su risa., deleitarme en esa tenacidad de constantemente perseguirme., la exquisita burbuja que se creaba cuando el moderno príncipe acudía a mi encuentro, y que ahora formaba parte de una pequeña anécdota con la cuál divertir a Ámbar, todo lo extrañé. 

Pero, ¡para qué manipular mis propios pensamientos! Fue algo no me sorprendió en lo más mínimo. Nicolas es un sujeto de palabra y convicción.
Si decía acecharme, pues lo llevaba a cabo., y si por el contrario, prometía no volver a toparse conmigo en Wine Enterprise, o California, lo venía logrando de manera magistral hasta el momento.

Y gracias a eso, a la desazón de tenerlo lejos, de imaginármelo curtido de vicios, de frialdad, o indiferencia., y de no conseguir corresponderle como es debido, el amargor resultó insostenible. Doloroso porque haberlo herido, me dañó colateralmente a mí.

Tanto que estuve a punto de preguntar por él a David, cuándo en la oficina, se comentó de los arreglos que dicho gerente tuvo que reorganizar en el Valle de Napa. Viajando así tres días antes del evento que tampoco se realizaba un viernes a la noche, consecuencia de las inclemencias climáticas, y por las cuales también, mi viaje quedaba pospuesto a la madrugada sabatina.

Con una brutal sinceridad, la incertidumbre de no saber de Nicolas., me llevó a casi cometer el peor error de todos: mencionarle su nombre al pionero vitivinícola.

A casi cometer, ya que no lo hice. Pensé mil veces en no cagarla y me callé. Me tragué la angustia, y en agradecimiento a una de las virtudes de Henderson, (su magnífica discreción), fingí.

Era más que obvio, compartir jornadas laborales nos ayudó a conocernos mejor y entonces desentendiendo la causa, David se percató inmediatamente de mi falta de humor, buena vibra o deseos de hacerle la vida imposible. Vislumbrando únicamente, un semblante inexpresivo, autómata que cumplió sus órdenes, preparó su café sin distracción y en tiempo récord, y se limitó a encaminar la celebración del cumpleaños número cincuenta y uno, que dentro de tres semanas daría lugar.

Recuerdo haberle mentido con desfachatez, cuándo me preguntó qué ocurría conmigo y la rebeldía que parecía haber abandonado completamente mi sistema. Confesándole yo que las malas rachas estudiantiles estaban estresándome, y riéndose a carcajadas él, puesto que le sonaba demasiado pobre, la excusa recitada. 

¡Y sí! ¡Como si fuera fácil engañar al rey del ajedrez!

Un rey que contra todo pronóstico, comprendió que existía un tema particular del que no deseaba conversar, y por primera vez, dejando de lado su egocentrismo, superioridad y arrogancia, respetó mi silencio.

Silencio propio del corazón lastimado que se prolongó incluso a lo que Natasha y su acoso refería. La compañera universitaria, que gustó de acecharme desde la distancia cada instante que permanecí dentro del recinto estudiantil.

<<¡Y con qué necesidad darle más importancia de la que realmente merecía!>>

Porque viéndolo de una perspectiva neutral, tanto Ámbar como yo, nos preguntábamos qué trastorno habría de aquejar a la linda chica de cabello envidiable, ojeras pronunciadas y semblante fiero. Muy acorde a una persona bastante inestable, emocionalmente.

Siendo la respuesta, por mi parte, rápida: el efecto Nicolas Cooper.

El efecto del flautista de Hamelin, que al parecer a todas deja al borde del precipicio.

De los celos.

Del sentimiento de pertenencia.

De la locura.

Y aunque intentaba obedecer la imposición de no adjudicarle más importancia de la debida, estuve alerta. Siempre en alerta, pues todo de ella, indicaba peligro.

Por otro lado, diferente fue la historia con mamá y mis hermanos.

La hermosa Samantha, en etapa de recuperación absorbió mi energía.

Había perdido demasiado peso, escandalosos kilos en la internación.
Su cuerpo se hinchó, producto de la dosis elevada de corticoides y era engañoso, engañoso, preocupante y según los médicos tratantes: normal.

El púrpura se la devoró, literalmente, y devolverla a la jovialidad, a la fuerza requeriría de un trabajo de meses, de tiempo, de paciencia.

Creo que no vi desde que poseo uso de razón, llorar tanto a Sam, como cuando cruzó el umbral de nuestro hogar, y entre sollozos exclamó feliz, que gracias a Dios se encontraba en casa.

Su dicha enorme al percatarse de la alacena a desbordar de alimentos, la morada reluciente y mis tres renacuajos impecablemente disfrazados de inocentes angelitos.

Su inmaculada tristeza al depender de Liam para trasladarse, o de mí para asearse. Al menos la primera noche después del alta recibida.

Mamá, mi adorada pieza de frágil cristal.

La que no se tomó muy bien la idea del viaje al Valle de Napa, únicamente a causa del recelo que siente por David.

Y que sin embargo, luego de mucho hablarlo, comprendió que trabajo es trabajo, y el dinero algo realmente necesario.

Y pese a que estaba prohibido ocasionarle disgustos, no me quedó de otra que confesarle lo de la inminente mudanza a Seattle.




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