Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

Limpia las lágrimas que parecen no acabar nunca de rodar por sus mejillas y, soba por la nariz —¿Realmente piensas eso? —pregunta entre hipidos.

 

—Soy una fiel convencida —digo asintiendo.

 

Hunde las manos en su largo, lacio y cobrizo cabello y corre a un lado el flequillo que ahora parece molestarle.

 

—¡Tengo tanto miedo! —exclama dejando salir toda esa angustia que a ninguna persona le hace bien albergar.

 

Es que aquí no cuenta el mucha o poca confianza entre ambas; aquí lo importante es que yo la entiendo. Me pongo en su piel y sé que Orianna se pone en la mía. Son circunstancias totalmente distintas pero a la vez demasiado semejantes.


Ella sufre por un amor que no puede gritar a los cuatro vientos.
Yo sufro por no poder enamorarme como de verdad quisiera. 

Afianzo el gesto conciliador y sonrío —Una vez, me puse a llorar delante de mis compañeros de aula, en segundo grado del secundario —confieso bajo su atenta mirada—, lloré desconsoladamente porque había olvidado mi clase teórica. Debía dar una introducción de los planetas en el sistema solar y, olvidé completamente cada palabra que traía memorizada. Fue pararme frente a varios chicos y sentí pavor, miedo, terror a equivocarme, a fallar; hasta sentí pánico al éxito, entonces quedé en blanco. Lo olvidé absolutamente todo y, lloré.

Los ojos de Orianna nuevamente se empañan y sus iris grises develan una gran tristeza que escondía tras radiantes sonrisas.

Bien dicen que quién más sonríe es también, quién más sufre.

—¿Y qué ocurrió? —cuestiona con interés. Una genuina atención que sin vérmelo venir, me recuerda a Niko.

—Mi maestra se levantó del escritorio y se acercó a mí —respondo evocando ese día como si hubiese sido ayer—, me abrazó y, me dijo que las personas realmente valientes, son aquellas que sí sienten miedo —inhalo hondo y abandonando la posición de cuclillas, caigo de rodillas sobre la moquette—. Desde ese entonces las veces que siento miedo, cierro los ojos, me acuerdo de su frase y voy hacia adelante. Sé que soy testaruda, orgullosa, una dramática e indecisa mujer que a todo le ve el lado negativo, pero aún así me arriesgo. Jamás me quedaré con el: "¿qué hubiese sucedido si..."

—No te imaginas cuánto te admiro —resopla tomando la botella de ron, bebiendo un trago y, haciendo una mueca ante el sabor fuerte—. De verdad te admiro. Tu sacrificio, tu amor por la familia, ¡Dios! No existe forma de explicarlo.

—Orianna; en mi lugar, cualquiera habría hecho lo mismo —apunto con sinceridad.

—¡Definitivamente no tienes idea! —corta dando la negativa, deprendiéndose el cinturón de seguridad y sentándose a mi lado en el alfombrado—. Diecinueve años, Charlotte. Los diecinueve son la edad perfecta para vivir el amor a pleno y, aquí estás, ocultándolo como yo. Lo ocultas porque sacrificas tu felicidad por la familia y eso; despierta mi más profunda admiración.

Me acomodo estirando las extremidades y deslizo las manos por la moquette. Orianna, en cambio, se cruza de piernas y, adoptando la posición de indio, el inicio a algo más que una simple confesión de dos desconocidas, nace en el vuelo privado de retorno a Washington.

—Mi padre falleció hace dos años —murmuro cabizbaja, aceptando otro sorbo del licor color caramelo—. En un accidente automovilístico —recalco—. Era el estandarte de nuestra casa. Un esposo ejemplar y el mejor padre de todos. Cuándo mamá quedó embarazada de mi hermana menor, los problemas empezaron a caer como lluvia de primavera: fuerte, copiosa, de las que paran y al rato caen cuál potente aguacero —levanto lentamente la cabeza y me topo con dos orbes preocupadas, como si quisieran decir muchísimas cosas, como si ellas supieran lo que yo desconozco.

Le devuelvo el ron y bebe; bebe hasta que la botella llega a la mitad.

—S-sigue —alienta.

—Él perdió el empleo. Trabajaba en una fábrica de mocasines y por recorte de personal le despidieron. Enseguida a mamá le diagnosticaron pinzamiento lumbar y fue enviada directamente al seguro laboral por un embarazo de alto riesgo —chasqueo la lengua al recordar la desesperación de Douglas cuándo el dinero comenzó a escasear, la comida a faltar y las facturas diarias a asfixiar—. Se le hizo difícil conseguir trabajo otra vez.

—¿A tu papá? —musita.

Parpadeo conteniendo el llanto y afirmo.

—Solicitó un préstamo al banco, e hipotecó nuestra casa en garantía. Con ello pagó la cobertura médica de mamá y mi hermanita, después de que el seguro dejó de cubrirla. Al principio fue fácil, las cuentas se pagaban en fecha; el pan, jamón, leche y dulce, siempre estaba sobre la mesa e inclusive yo, concurría a una escuela privada. Lo agobiante llegó en el momento que él no consiguió empleo y, Alexandra creció.

Orianna vuelca el perfil hacia el lado derecho y se muerde los labios. Está sintiendo lástima por mí y eso me mata. Odio que las personas tengan lástima ante una realidad, tristemente muy común. Demasiado común porque en el siglo veintiuno es natural pasar necesidades, hambre, malarias.

—Se regocijó en el vino —susurro aprehensiva; tragando saliva, dolor, angustia, rabia—. Empezó a beber y se olvidó hasta de su nombre. Olvidó que existía una familia por la cuál velar y lo mandó todo a la mismísima mierda.

Cierro los ojos y es inevitable. Las lágrimas que pretendo retener caen a borbotones. 

—Hacía frío esa tarde. Llovía y los pronósticos alertaban de agua nieve —inicio como puedo, ese relato que me mortifica, aquel día donde mi auténtico sufrimiento empezó—. Mi padre se enfureció porque no quedaba más vino en la casa. Tomó las llaves del coche, del único patrimonio que poseíamos y curtido en alcohol se empecinó en ir a la tienda de un amigo en la ciudad, que le daba licor fiado.

Pongo ambas manos a la altura del rostro y cubro mis facciones. Las tapo al igual que el dolor, la vergüenza y, la sensación más espantosa del mundo tras perder un padre.




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