Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

Me apoyo en la columna y con la sensación de que están persiguiéndome, o acechándome, observo a mi alrededor.

Miro en todas direcciones; desde el porche de las casas vecinas y las calles libres de coches, hasta las aceras desoladas.

Ni un alma vaga por la periferia este de Washington y, eso me produce un escalofrío, un terrible estremecimiento porque percibo los ojos de alguien puestos en mí.
Alguien que parece haber esperado el instante de mi llegada; deseoso por presenciar en primerísima plana mi estado de puro desconcierto, temor y angustia.

Niego frenética, repitiéndome que sólo son delirios y, estrujo el papel entre mis dedos. Giro el picaporte y tomando nuevamente la maleta cruzo el marco.
El pequeño recibidor está a oscuras y en completo silencio.

Quitándome el calzado para hacer el menor ruido posible, cierro la puerta. Paso el seguro y dejo la valija al lado del perchero de hierro. Ese regalo que le hizo papá a mamá en su festejo del último aniversario. Comprando por centavos, en una feria de bazar y baratijas, el perchero del que Sam, hasta el día de hoy sé, no piensa deshacerse.

Esbozo una mueca triste y paso mis dedos por los tribales del accesorio. Es altísimo, algo oxidado y, desprende un olor realmente desagradable. Un aroma a hierro que particularmente me descompone.

Lo odio. Es verlo y lo odio. Lo toco y para nada me gusta; sin embargo, como fiel amante de las contradicciones, es un objeto que al tener delante, me llena de nostalgia.

Lo observo y aunque sea unos segundos visualizo a mi papá. Lo recuerdo con su mirada idéntica a la de Alexis y su particular sonrisa. Aquella de dientes pequeños y separados, que se mostraban con diversión cada vez que reía.

¡Mi difunto y amado padre!, él que siempre nos aconsejaba que sonriéramos. Que esa era una forma de hacerle frente a la vida y, demostrarle que por más que nos golpeara de mil maneras distintas, allí seguiríamos estando: de pie y con la cabeza en alto.  

Douglas Donnovan; el hombre que finalmente no pudo tomar su propio consejo y perdió la risa, la felicidad, las ganas de luchar y la fe, cuando la época mala vino con intenciones de no marchar.

Inhalo profundamente y me repito que no voy a flaquear.

Que sea quién sea, que esté amenazándome, se puede ir al carajo. Él, ella; David o Natasha; cualquiera que desee perjudicarme, psicopatearme con acertijos, mensajes encriptados, o los más hermosos poemas de fantasía, puede irse a la misma mierda; no voy a flaquear.

Por Douglas; por Sam; por mis hermanos y hasta por mí misma, no vacilaré.

Orianna tiene razón, la sinceridad es un jugador fundamental en mi partida, pero ahora, ésta carta tuerce ligeramente el rumbo de mis planes.

Alguien quiere verme caer, anhela con mucho afán verme perder todo, literalmente todo y, no le daré ese gusto.

—¡Juro que me encantaría saber, porqué estás ahí parada como si el perchero estuviera contándote un chisme genial! —se mofan entre susurros.

Pego un brinco y ojeo en dirección al comedor —¡Me asustaste! —murmuro—, ¿qué haces despierta?

—Dije que te esperaría —contesta Ámbar levantándose de la silla, extendiendo los brazos al acercarse a mí—. ¡Anda, dame un abrazo! 

Mi sonrisa se ensancha y aproximándome, estrecho a la morena en un abrazo fuerte, apretado, cariñoso —Te extrañé. —confieso.

Palmeando mi espalda se separa; me mira con picardía y aún en la penumbra del salón, aprecio sus retinas color caramelo brillar.

—¡No intentes ocultarlo! —reprende.

Inmediatamente me ruborizo.

—¿No-notarse... Qué? —balbuceo nerviosa.

Enarcando una ceja da media vuelta y, peina su cabello en un improvisado moño.

—El amor. ¡El amor está en el aire! —declara al tomar asiento nuevamente y enseñarme una taza —¿Quieres un café bien cargado? —invita—. Yo bebí varios.

Relamo los labios, afirmando —No pegué el ojo durante todo el fin de semana. Estoy agotada.

Suelta una risita irónica —¡Me lo imagino! —espeta alentándome a que me acomode a su lado—. Asumo que revelarás los detalles. Me dijiste que no te dolió y, ¡no te lo creo!

—Antes de eso —corto alzando una mano—: quiero ver a mamá.

Recorriendo a oscuras el recibidor busco el interruptor de la luz. La iluminación es de bajo consumo y bastante tenue, por ende le permite a mis hermanos, (cuyas habitaciones son contiguas al comedor), descansar sin molestias.

—Está... —traga saliva inquieta —dormida.

Asiento con la cabeza —Gracias; ¡ah! —añado—, que sean dos cucharadas de azúcar, por favor. Enseguida regreso —concluyo mientras avanzo por el corto pasillo que me lleva a su recámara.

Rápidamente guardo la carta en los bolsillos de mis shorts y, en puntas de pie troto a través del corredor.

Su puerta está cerrada, lo noto al pararme delante. Cojo el pomo y, abriéndola lentamente para no provocar ruidos, entro.

El sonido de una respiración acompasada es lo que se escucha y me genera alivio. No se queja, tampoco tiene pesadillas; sólo duerme plácidamente; duerme como si fuese un ángel.

Suprimo el deseo de acostarme a su lado, revolverle el cabello o molestarla igual a cuando era niña y, acercándome al borde de la cama, la observo dormir boca abajo.
La melena rubia, enmarañada está esparcida por las almohadas y cubre gran parte de su rostro.

Estiro la mano y acaricio los mechones dorados, sus pómulos hinchados y los hombros descubiertos por las sábanas.

—Hola mamita —susurro imperceptiblemente—, ya llegué. —anuncio conteniendo la amargura que me produce comprobar las palabras de Ámbar.

Entender que bastaron dos días para que su recuperación la dejara irreconocible. Un proceso que le hizo ganar muchísimo peso, le quitó sedosidad al cabello siempre deslumbrante y le cambió la piel tersa por una tez áspera.




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