—¡Ámbar! —llamo al verla alejarse—. ¡Ámbar! —voltea y me observa con odio.
Quiero correr, alcanzarla, decirle que nos fuimos de lengua y que aunque pienso que es muy caprichosa; es mi amiga y una parte importante de mi día a día.
Que no puedo estar peleada con ella.
Que enemistarme con Ámbar es reñir conmigo misma; porque por muy contradictorio que parezca, es la voz de mi conciencia.
La mayor parte de las veces lo es; esas dónde el veneno nato no le juega una mala pasada y acaba lastimándome, provocándome y promoviendo cizaña entre las dos.
—Vas a quedarte muy sola al final, Charlotte —promete alzando el dedo índice en mi dirección—. Pero te lo traes merecido. Por débil; por dártela de mártir; por no tener la valentía de sostener tus propias palabras.
Coloco las manos en mis rodillas y me inclino hacia adelante.
El calor que siento es sofocante; y pese a que intento alcanzarla, veo más y más lejana su figura alta, delgada, estilizada.
—¡Me equivoqué! ¡Estoy desbordada! La carta, la enfermedad, los líos que yo me busqué me tienen colapsada —confieso levantando una mano. Pidiéndole de manera casi suplicante que no se vaya—. No debí decirte las cosas así, no las pensé. ¡Ámbar! —grito cuando gira media vuelta y retoma su camino.
—Por un momento, más allá del enojo, me causaste orgullo. Te defendiste por primera vez en tu vida —suelta una carcajada algo distorsionada añadiendo—, ¡la mojigata, complaciente y noble Charlotte, defendiéndose! Pero ahí estás de nuevo: disculpándote. Eres decepcionante.
—¡Reconocer mis errores no me hacen decepcionante! —exclamo recobrando la respiración, percatándome de que la silueta femenina empieza a tornarse borrosa.
—Tienes razón —espeta en la lejanía, mientras un leve zamarreo me mueve de un lado a otro—, te hacen débil. Y en un mundo de fuertes, el que es débil, pierde. Tú lo perderás todo, Charlotte. A tu madre; a tus hermanos; a tus amigos; el amor; el éxito; el dinero. Todo perderás, pero que conste, te lo mereces.
Abro los ojos y respiro con agitación.
Demoro unos instantes en entender dónde estoy, incluso quién soy.
La enorme opresión instalada en mi pecho es angustiante.
Sólo fue una pesadilla. Un mal sueño de palabras muy reales, que me dejaron un sabor amargo en el paladar.
Parpadeo y miro a mi alrededor. Caí dormida sobre la mesa del comedor y no tengo idea siquiera de qué hora es.
Utilicé mi teléfono de almohada, eso está más que claro. Un móvil que literalmente ha quedado muerto de batería.
Los brazos estirados a lo largo del buró me duelen. La nuca contracturada pide a gritos un masaje y mi espalda encorvada ruega reposar varias horas en una cama.
Lo último que recuerdo de anoche; aparte de una pelea con Ámbar que ni siquiera sé cómo inició, es que hablaba con Niko.
Hablamos durante largo rato puras tonterías que me sonsacaron unas cuántas sonrisas.
Historias de su niñez, donde me contó lo mucho que disfrutaba de ir a los viñedos con su difunto padre, (curiosamente un padre del que reniega, que aún sigue vivo, que bajo ninguna circunstancia desea ver) y pasarse las tardes ayudando a la vendimia. Pues dicho sea de paso, aprovechaba la labor para degustar las uvas hasta no poder más. Hasta que su barriga estuviese por explotar o hasta ganarse una buena indigesta.
¡Y vaya que me hizo reír escucharle!
Efectivamente me reí muchísimo, planificando inclusive una boda entre nosotros dos; la cantidad de niños que encargaríamos a la madre cigüeña y, al menos los diez perros que rondarían por nuestra casa una vez la luna de miel en la India terminara.
Porque sí; Nicolas soñó en grande. Él quería un viaje catártico, renovador, espiritual y qué mejor, que la India para eso.
Ahogo un bostezo, desperezándome en la silla y, sonrío.
¡Es fácil divagar o divertirse con Nicolas! Y lo disfruto. Verdaderamente junto a él disfruto la lujuria, los mimos y cada palabra que se le ocurre recitar.
Carraspeo y es entonces que percibo los deditos diminutos sujetarme la camiseta.
Mi sonrisa se ensancha y giro en la silla para observar a mi princesa.
A mi preciosa Alexandra de coleta desarreglada, ojos adormilados, pijama rosa y su infaltable osito de felpa.
—Volviste, Charlie —dice con ronquera, frotándose los párpados—, te extrañé muchísimo.
—¡Alex! —Chillo por lo bajo; envolviéndola en un asfixiante abrazo de hermana mayor. Besándole el cabello, las mejillas y su frente. Haciendo cosquillas en el proceso y causándole risitas—. ¡Sirenita linda! ¡Pero cuánto creciste en éstos dos días!
—¡Todavía soy una niña! —exclama molesta por la insinuación.
Mi adorable cobriza. La excepción a la regla de todos los niños. La única que no desea crecer y convertirse en adulto.

—¡Es verdad! —concilio burlesca, pellizcándole suavemente los muslos delgados—. Eres y, seguirás siendo siempre la pequeñita Alexandra.
Ríe satisfecha, salta de mi regazo, (donde supe acomodarla para torturarla con mis cosquillas) y se sienta en una silla contigua a la mía.
—¿Me extrañaste? —pregunta poniéndome al oso delante. Como si de cuatro orbes penetrantes dependiera mi respuesta.
Las brillantes de ella: expectantes.
Las del oso con aires de peluche terrorífico: anhelante a propinarme una paliza si no digo lo que desea.
—¡Por supuesto que sí! —contesto alejando disimuladamente de mí el peluche siniestro.
Me levanto de la butaca y revuelvo su melena color cobriza. Me encamino a la entrada y tomo la valija.
—¿A dónde vas? —indaga con curiosidad.
—A dejar ésto en el cuarto; darme un baño rápido y después, a preparar tostados de huevo con queso. ¿Te parece si sorprendemos a mamá, haciendo nosotras el desayuno?