Sugar Daddy Libro 1

CAPITULO CINCUENTA Y CINCO

Doy un paso hacia adelante y, después otro.
Estoy nerviosa, pero realmente decidida a no cagarla. A no meter la pata más, de lo que ya la metí.

El edificio de una sola planta, relativamente pequeño a comparación de los grandes hospitales y centros médicos, se muestra con descaro en mis narices.
No hay coches aparcados en el estacionamiento privado y eso indica que tampoco habrán muchos pacientes dentro.

Esbozo una tenue sonrisa.
Al parecer, el tiempo se confabula para que todo se aclare, o por el contrario se oscurezca rápidamente.

Abro mi bolso y agarro una golosina.
Como buena imitadora, una sabor naranja de las que tanto le fascinan a Niko.
Le quito el envoltorio y la llevo a mi boca, su sabor es bastante ácido. Hago una mueca de desagrado mientras observo a mi alrededor; sin dudarlo prefiero los ositos masticables dulces, frutales, los que me engullía en enormes cantidades cuándo era niña.

Escupo disimuladamente el caramelo y opto por entrar a la clínica.
Sus paredes, al igual que las baldosas resplandecen, encandilan gracias al inmaculado tono blanco que presentan.
El recibidor de dimensiones pequeñas está equipado con tres filas de unos cuantos asientos plásticos en color negro. Lo único que resalta de la sala.

Mis sandalias aunque no traen tacón, resuenan contra el piso y eso es porque aquí el silencio reina.
Los recepcionistas detrás de un cubículo de vidrio que separa empleado del paciente, se encuentran concentrados en sus computadoras. No ponen ni la más mínima atención al mundo que les rodea.

Inhalo profundamente y el aroma a hospital, a cloro, a medicamentos invade mis fosas nasales. Uno repulsivo que me produce arcadas y, que justifica el porqué nunca fue de mi agrado visitar al doctor.

Sigilosamente y analizando el letrero de atención al cliente me acerco al mostrador.
Corro con delicadeza una maceta llena de plantas artificiales que no me permiten reparar en el funcionario y, aguardo a ser despachada.
Me quedo allí, recostada sobre el amplio buró de madera, pero no dan ningún indicio de haberme visto.
Carraspeo algo inquieta y, golpeteo suavemente los dedos en la mesa; sin embargo le sienta genial el papel de hacerse el tonto al hombre de cabello largo, rizado y barba prominente, o es que de verdad me sale de mil maravillas el ser invisible.

—Ejem... Disculpe —digo por lo bajo. Nada responde; sencillamente me ignora—. ¡Disculpe, caballero! —exclamo un poco más alto; repitiéndome mentalmente que es muy temprano para perder la paciencia.

Suelta un bufido y me ojea de refilón, irritado. —¿Cita agendada? —pregunta sin una pizca de educación; enseñándome su rostro delgado y, cubierto de piercings. Piercings en sus orejas, las cejas, la nariz y los labios.

—Buenos días —puntualizo sarcástica, ante el tono pedante y altanero que emplea. —Tengo una cita, sí; para ginecología. A las once.

—Documento. —contesta volviendo a posar las retinas en la pantalla del laptop.

Mordiéndome la lengua y convenciéndome de no soltar maldiciones rebusco en mi bolso el documento de identidad; cuándo lo localizo se lo entrego y, él empieza a teclear mi serie de números, —Charlotte Donnovan, revisión ginecológica con el Doctor Sergio Abascal —me informa levantando la mirada—. Sigue ese pasillo —indica al darme un ticket con los datos de la consulta impresos —, al final, dobla a la derecha. Consultorio ochenta y tres. Golpea que serás atendida a la brevedad.

Guardo el pequeño papel en el interior de la cartera, asiento y giro sobre mis talones —Gracias —digo mientras me encamino al lugar señalado.

—¡De nada, bonita! —se ríe—. Por cierto —recalca—, ¡tu culo está para comérselo! —sentencia con lascivia.

Lascivia que me provoca un hormigueo de repulsión.
Un tonito baboso, que únicamente me motiva a frenar en seco, voltear en dirección al asqueroso empleado y mostrarle mi dedo del medio.

Es la primera vez que hago algo así; pero como método de defensa se ha sentido bien.
Honestamente ya no quiero permitir frases de ese estilo. Lidié con ellas desde el día en que me desarrollé y, dejé que la vergüenza me paralizara cada ocasión que un lividinoso tipo me gritaba ordinarieces.

—Imbécil —murmuro, estirando la tela del vestido para nada revelador, ajustado o corto y reanudo los pasos a través del corredor. Un corredor blanco al igual que la recepción.

Acatando al pie de la letra las instrucciones, doblo a la derecha y finalmente me topo con ginecología.
Como intuí, está vacío. Soy la única paciente del mediodía. Ya no tengo escapatoria.

Reúno toda la valentía posible y golpeo la puerta.
Una que enseguida se abre y, Sergio, mi médico de cabecera desde los doce años me recibe con una amable sonrisa estampada en el rostro.

—¡Pero si es mi preferida! —saluda el doctor, de altura imponente, barriga abultada y canas; cuantiosas canas que le tiñieron el cabello negro y, la barba de candado que usa—. ¡Anda, entra! —invita entornando la puerta gris metalizada de par en par —. ¡No te quedes ahí fuera!

Carcajeo e ingreso al consultorio que ni de broma se asemeja al resto de la clínica; pues definiéndolo en una sola palabra es acogedor.

Tiene un escritorio grande, que abarca gran parte de la sala y, tres sillas la adornan: la que él ocupa y, las dos restantes disponibles a los pacientes.
Una camilla de revisión, y eso sí, varias fotografías. Cada una de ellas, de su familia; de su esposa, tres hijas y su nieto.

En mi cara se dibuja una mueca alegre al analizar las fotos.

Le profeso gran estima a Sergio, puesto que ha sido el mejor médico conmigo. Permanentemente aconsejándome, previniéndome, ayudándome a conocer a fondo mi propio cuerpo y, haciendo hincapié en que al mínimo dolor, siempre, lo recomendable es concurrir al hospital.




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