Sugar Daddy Libro 1

CAPITULO CINCUENTA Y SEIS

Los segundos comienzan a correr y, el miedo como veneno inyectándose por mi dermis, poco a poco empieza a paralizarme.

Mi respiración, lejos de tornarse agitada se vuelve pesada.
Inhalar me cuesta enormidades y la opresión en mi pecho, dificulta la facultad básica del ser humano, que es llenar los pulmones de oxígeno.

Tranquilidad; es lo que necesito, pues ésto aún no terminó.

No voy a irme sin la afirmativa de Sergio.
No le daré el gusto a David ni loca. Definitivamente ni loca, me presentaré en su despacho con un papel que oficie de antesala a la sentencia de muerte.
Porque sin mucho preámbulo, o rodeos tontos, el que daddy sepa de mi desliz durante el fin de semana en Napa, implica más que la ruptura de un contrato.

Significaría perderlo todo y, a su vez lo que no tengo: la casa que no pisé. La cobertura médica de mamá; quién todavía no se recuperó. La beca de trabajo; dicho trabajo en un bufete que ni siquiera conozco; y también los estudios en exclusivas escuelas de Seattle para mis hermanos, a los cuáles ni les he comunicado del cambio de colegio.
Perdería hasta el dinero que traigo depositado en mi cuenta bancaria, del que apenas si gasté la mitad y, podría pagar con cárcel si a David se le antoja, gracias a mi quebranto contractual.

Niego en mi subconsciente; ¡no sucederá nada de eso!

Tendría que haber pensado antes de perder la cabeza por el encantador hombre de labia gloriosa, pero ya es demasiado tarde para echarme atrás o recriminarme. Ahora sólo resta enfrentar y principalmente triunfar.

Expresamente triunfar, ya que si mi capacidad de negociación, de persuasión, de astucia o inteligencia fracasa hoy; en una situación que caída del cielo, me viene como anillo al dedo; ¿qué quedará para más adelante, cuándo los estudios universitarios avancen y cumpla mi sueño de incursionar en el mundo de abogados?

¡Ja!

La realidad es que pongo en juego mi presente y desde luego un pantallazo del futuro.
Otro ítem que me señala, diciéndome que no puedo, ni debo fallar.

Así que, vamos de nuevo.

Rechino los dientes y ojeo fugazmente el reloj de pared; son once y veinte.
Veinte minutos pasaron desde que entré al consultorio; simplemente veinte minutos.

Deslizo la mirada por las paredes y después de un rápido escaneo visual del interior, me detengo en el ginecólogo. —Me encantaría darte tu espacio de reflexión —digo fingiendo amabilidad y, esbozando una radiante sonrisa —pero tengo que presentarme en mi trabajo a mediodía.

Sus orbes apesadumbradas me observan con genuina aprehensión y, siento pena por él. Por ponerle en éste aprieto.
Aprecio muchísimo a Sergio y sé que él me conoce lo suficiente, como para saber que si hago algo así, es por un motivo realmente importante.

—Lo siento, Charlotte; no puedo aceptarlo —musita al borde del llanto; negando varias veces y con ayuda de sus manos extendidas acercando los billetes en mi dirección —. No puedo.

Mi sonrisa se esfuma y otra vez esa mezcla de ansiedad, angustia, temor, enojo, me invade.

Repitiéndome mentalmente que mantener la templanza es lo primordial, imito su acción y devuelvo el dinero a su posición inicial: la de la tentación. Ubicándola exactamente en el medio de la mesa.

—¡Claro que puedes! —exclamo recuperando el fingido buen semblante. Esa alegría que me encargué de practicar durante toda la mañana—. ¡Todos podemos y todos tuvimos que hacerlo alguna vez, Sergio!

Vuelve a negar y me percato de que su nuez de Adán, sube y baja evidenciando caóticos nervios. —Amo a mi familia —sostiene mientras escucho que abre un compartimiento del lado opuesto al mío, en el escritorio—. De verdad que la amo y, nada me gustaría más que cumplir sus caprichos —saca una caja de cigarrillos junto al encendedor, e ignorando el hecho de que se encuentra en horario laboral y dentro de un recinto hospitalario, le quita el plástico, agarra un cigarro, lo lleva a la boca y, después de encenderlo le da una larga pitada—, pero... Pero, ¡Charlotte! —chilla levantándose con cierta vehemencia del asiento—, es... Es un soborno, es una extorsión, es una coima. Estás metida en un buen lío, ¿verdad? —rápidamente se responde con un asentimiento, impidiéndome mediar vocablo—. Sí, te metiste en un lío de la putísima madre, porque sino de chiste harías algo semejante —se pasa los dedos por el cabello cubierto de canas y retirando la silla de una patada, comienza a pasearse por el consultorio fumando sin parar; inundando el lugar con el repugnante aroma a tabaco—. ¿Eres consciente de que ésto es un delito? ¿Que tan sólo ofrecérmelo te condena a prisión por intento de soborno? ¿Que podría perder mi doctorado? ¡Los médicos firmamos un juramento! ¡Un juramento al graduarnos! —tira la colilla al cesto de la basura y enseguida prende otro. Le sigo atentamente cada paso pero no intervengo. Permito que haga su descargo; que se desahogue y entonces sí; después diré todo lo que pienso. Todo lo que atraviesa mi mente con cada palabra o gesto que lleva a cabo—. ¡Me abstendré de cualquier acto de corrupción o error voluntario! —prosigue de forma incongruente—. ¡Guardaré silencio sobre aquello que no deba ser público!

—Sergio —concilio en un timbre vocal bajo, apacible.

—¡Juré por escrito nunca faltar a mi ética profesional! —resopla frenando el recorrido en el rincón del consultorio.

Ladeo una sonrisa al oír la oración.
Giro en la silla y quedando frente a la figura alta y erguida del doctor, mi mueca triunfante se ensancha.
Pese a padecer la situación, porque desconozco el desenlace final; también de una forma retorcida disfruto ésto. Disfruto el argumentar, o poner en tela de juicio, en constante reflexión, las frases del ginecólogo.

—Déjame aclararte —recalco alzando el mentón —que faltaste a tu ética profesional, antes de tocar el dinero —su mirada se ensombrece y apuesto a que comienza a vacilar. No se esperaba tal acotación y, asumiéndolo interiormente, yo tampoco me esperaba razonarlo de esa manera—. Rompiste tu juramento, al hablar de tu vida privada —continúo—. Y si vamos al caso, siguiendo a rajatabla el régimen médico, el que tú te limitas a atender y yo, a expresarte mis dolencias, no encaja aquí, puesto que desde hace años mantenemos un vínculo bastante amistoso, muy alejado de la relación doctor, paciente.




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