Las manos empiezan a temblarme y, el teléfono sin ningún tipo de contemplación cae contra el asfalto de la acera que acabamos de pisar.
—¡Bebé! —dice preocupado, tomándome por los codos—, ¿qué pasa?
No le respondo, sólo busco concentrarme en algo que me aleje del tormento que ese mensaje despierta.
El frío de a poco cala hasta mis huesos, pese al clima cálido que nos envuelve a ambos al salir. El temblor de mis manos no se calma y mis dientes castañean, todo, gracias a la amenaza codificada. Al texto igual de estremecedor que el primero, aunque doblemente siniestro ya que alguien sabe lo que soy; lo que hago; por lo que me pagan; y no, no es David.
Estoy cien por ciento segura de que no es David; siendo ese el hecho que logra desestabilizarme más aún. Paralizarme de miedo porque hay un nombre que danza con sospechas en mi mente: el de ella.
Sin tener pruebas fehacientes, intuyo de que la desequilibrada y resentida Natasha cumplirá con su palabra; la de terminar alejándome de Niko.
¿Y si le dice quién soy realmente?
¿Si mi historia de Moulin Rouge no llega ni a la mitad y sin derecho a réplica, Nicolas acaba repeliéndome?
Muerdo la cara interna de mis labios.
Quiero llorar, gritar, descargar la ira, la frustración, la rabia.
Quiero decirle al mundo entero que me importa un carajo lo que piensen.
Quiero manifestarle a David que sí me acosté con uno de sus empleados y, ¡a la mierda si me demanda!
Quiero confesarle a mamá que yendo en contra de sus tontos prejuicios; estrictos prejuicios de la época de antaño, me enredé en mis propias mentiras y ahora, en ésta ciudad existe una persona que con dos simples recados desmorona mi tambaleante torre de naipes.
Quiero espetarle a Nicolas que sí; sí me involucré en un negocio de damas de compañía, prostitución o chicas de scort para sacar adelante a mi familia.
Llevo ambas manos a mi cabeza y me presiono las sienes. Estoy dispuesta a decirlo todo y que pase lo que tenga que pasar; porque de verdad, no podría soportar el agobio psicológico; las amenazas constantes o que un extraño termine ventilando mi vida privada.
Respiro profundamente.
Una gigantesca oleada de angustia corroe por mi sistema y, el hombre apuesto, de elegante traje y porte distinguido, percatándose de mi estado atina a zamarrearme con suavidad.
—Por favor Charlotte, dime qué pasa. —pide.
Niego, presionando mis sienes con más fuerza.
¿Cómo es posible que letras encriptadas me pongan en ésta situación de sufrimiento?
¡Ps!
Honestamente la respuesta es bastante clara; cuándo mi presente y futuro, y el de cuatro personas más dependen de ese mensaje subliminal, la desazón, el estrés, la impotencia y la ira, tienen justificado el hacer acto de presencia.
—Charlotte —repite—, mírame —lentamente obedezco y, observo las retinas del magnate—. Buena chica —celebra, quitando las manos de mis antebrazos, e inclinándose hasta quedar de cuclillas para coger mi móvil; un móvil cuya pantalla se apaga antes de que él lo toque.
Ojeo el cristal al instante que me lo devuelve y ahogo un gemido de puro pesar.
¡Soy tan estúpida!
—Tranquila —concilia esbozando una mueca inexpresiva; deslizando los dedos por la pantalla hecha añicos.
—¡Lo rompí! —exclamo con tristeza—, soy una idiota, un desastre. ¡Soy un desastre!
Su mano de palma suave y arrugas en el dorso acuna mi mentón. —No hay problema —asegura serio—, yo te voy a comprar otro, bebé.
Hago un mohín y mis ojos se empañan. —Lo... Siento. —balbuceo.
Sonríe con complicidad, enreda su brazo en el mío y, me invita a caminar por las aceras.
—Creo que el almuerzo lo postergaremos para un momento más apropiado —murmura a medida que avanzamos.
Los comercios de Seattle están abiertos y, la avenida principal colmada de locales comerciales; de Gucci, Dior, Lancôme, Louis Vuitton, Armani, Dolce & Gabanna, Tiffany, Swarovski, Pandora o Bulgari.
Centros de peluquería, de manicura, de estética y hasta gimnasios que abarcan la mitad de las manzanas.
Transitarla junto a David, conlleva a ganarnos ojeadas de admiración de varias mujeres, puesto que si algo hay que destacar en el daddy es su presencia enigmática y esa elegancia inmaculada que provoca suspiros cuándo pisa en el sitio que sea.
Algo que en parte agradezco. Agradezco la distracción porque me ayuda a calmar la agitación y, me relaja al menos un poco.
Respirar el aire cálido; sentir el sol golpeando mi piel; u observar maniquíes en exposición con las últimas tendencias, en cierto modo colabora para que mi mente divague y durante minutos, se olvide de la angustia.
—Hace calor —objeta él, despojándose de la chaqueta y, cruzándola sobre su antebrazo derecho—. Pero indudablemente prefiero el calor —asevera mirando lo mismo que yo: un vestido corto, holgado, sin mangas de color verde agua—. ¿Te gusta? —pregunta cerca mío, casi susurrándome al oído.
—Es bellísimo —suelto de repente. Embelesada debido al diseño espectacular del atuendo.
—Entonces ven conmigo —anuncia retomando los pasos, e ingresando al local comercial. Una boutique especializada en vender prendas veraniegas, casuales, y sin tanto renombre o marca costosa.
—Buenas tardes, caballero —saluda una joven empleada (a lo sumo de mi edad), apenas el empresario pone un pide dentro del lugar—, ¿en qué le puedo auxiliar? —indaga con sagacidad; con el olfato peculiar de las vendedoras que perciben el dinero incluso a kilómetros de distancia.
—Quiero ver el vestido del maniquí —contesta tajante; retirando la billetera del bolsillo, junto a sus tarjetas de crédito.
—¡Claro! —asiente la altísima morena de figura delgada y melena rizada—. ¿Es para obsequiarle a alguien especial? —cuestiona repitiendo el discurso que jamás falla en la atención al público.