Dicen que cuándo menos lo esperamos; cuánto más disfrutamos o más felices nos sentimos, es cuándo el tiempo no corre, sino vuela.
Que los meses se convierten en días; los días en horas; las horas en minutos y los minutos directamente desaparecen como agua escurriéndose entre los dedos.
A mí particularmente, al mes entero que pasó por mis narices con rapidez, no se le acredita ninguna de las opciones anteriores.
No disfruté, no me pilló desprevenida y muchísimo menos fui feliz.
Y no quiero vestirme de victimización, pero sinceramente fueron tres semanas y algo más, donde mi lado desconfiado; constantemente a la defensiva; mi faceta triste y amargada, hicieron acto de presencia convirtiéndome la rutina en un gran martirio.
Siendo precisa, desde la noche en que rompí mi corazón y el del hombre que quiero, las cosas han ido de mal en peor.
Económicamente, pues no puedo mentir, en eso estoy de mil maravillas.
La mañana posterior a mi distanciamiento de Nicolas; después de haber llorado la madrugada entera; de sentir la frustración, la culpa, el sentimiento de cobardía y, de dolor, fue que decidimos que mudarnos lo antes posible iba a ser lo mejor para mí.
De boca de Ámbar, una estrategia para engañar al corazón, es distraer a la mente con un cambio de aires.
Táctica que funciona de veinticuatro horas diarias; veinte. Puesto que las cuatro que paso en la oficina, esas sí que las defino como una completa tortura.
Así mismo la mansión en Seattle, una obra arquitectónica propia de una postal del Mediterráneo, es la que ocupa mis pensamientos gran parte del tiempo y de verdad lo agradezco.
Es la distracción, pero también satisfacción que me produce el embeleso de mis hermanos. La felicidad de los tres porque apenas pusieron un pie en nuestro nuevo hogar, se vieron protagonistas de un cuento distinto al que nos acostumbramos a formar parte durante éstos últimos años.
Les resultó complicado entenderlo al inicio. Comprender porqué de un momento para otro llegaron los lujos, los mimos y los caprichos; sin embargo mis demonios lo aceptaron con sumo agrado. Aceptaron felices de la vida cada cambio. Cambios de escuela; de armario; inclusive el cambio en la manera de ser observados por la sociedad.
Es que mi familia lo desconoce, pero yo lo asumí a la perfección desde el instante cero: ya nadie nos volvió a voltear el rostro al caminar por las aceras; sino que al contrario, los vecinos bastante distinguidos, reservados, en apariencias: extravagantes, nos recibieron con la mayor cordialidad posible.
Todo, literalmente todo lo que nos estaba pasando parecía un regalo de Dios.
Un Dios que en éste caso tiene nombre, apodo y apellido: David daddy Henderson.
¡Claro!
¡Cómo no!
Si el Daddy infernal me trae colmada de atenciones.
Empezando por una casa amueblada; y una licencia de conducir que recibí a dos días de terminar el mes.
Licencia que me costó el sudor de la frente y una situación de estrés peor a los momentos de exámenes universitarios.
Clases de conducción intensivas; de aprender a estacionar un coche, a frenar, a memorizar la bendita palanca de cambios y sobre todo, a no olvidarme de los carteles de pare o colocarme el cinturón de seguridad.
Clases extenuantes que concluyeron en un examen teórico y práctico aprobado, y junto con ello, el regalo que David me había prometido: un Mercedes Benz color marfil.
Mi primer coche. Un auto de alta gama que fui a elegir con el empresario, la misma tarde que obtuve mi licencia; hace cuestión de dos días atrás, y del que todavía mamá no conoce de su existencia.
A modo de quizá, tonta justificación, aún lidio con sus constantes preguntas; permanentes indirectas que me atormentan cuándo estoy en casa y las cuales por ahora prefiero ignorar.
Insinuaciones que comienzan por mi salario de secretaria; siguen por la cantidad de obsequios que adoro, entregarles a mis hermanos; y culminan en sus sospechas ante el traspaso de alumnos de una escuela pública, a institutos prestigiosos de Seattle.
Con sinceridad y no porque sea mi mamá, afirmo con orgullo que a Samantha Donnovan no se le escapa ningún detalle.
Intuyo también que como toda madre sobre protectora ya se ve venir mi confesión, sólo que simplemente opta por ocultárselo a sí misma para no decepcionarse luego.
Conociendo su pensar, claramente es el miedo a la decepción lo que le impide de una vez zanjar el tema; preguntarme sin rodeos de dónde viene tanto dinero. De dónde ha salido una casa costosa, tan espectacular como en la que estamos viviendo. O de dónde conseguí el ingreso económico para proporcionarle a mis hermanos y a mí, educación privada.
Porque si aún teniendo frente a sus ojos la verdad; aún notando que la comida no falta; que su tratamiento médico, (exclusivo de un centro hematológico) continuará hasta que mejore; que los armarios de cada habitación se desbordan de ropa, calzado y accesorios, y que los viernes de cena en restaurantes, los sábados de cine, o los domingos de recreación conforman parte de una rutina nueva; prefiere hacerse la desentendida y complicarme la vida con rodeos, pues entonces no será culpa mía cuándo la bomba por fin reviente y sin filtro ninguno le diga precisamente qué es lo que hago.
¡Total, exclusivamente por quiénes amo me metí en éste jodido embrollo!
Para ver a Alexandra disfrutando a pleno de su enorme habitación ambientada en las princesas de Disney.
A Christopher pintando en sus lienzos las flores que adornan el patio trasero. Decenas de lirios, girasoles, rosas, orquídeas y tulipanes. Bocetos que estoy segura a futuro lo convertirán en un artista exitoso.
A Liam, quién a diferencia de mis renacuajos pequeños, me hizo reflexionar de que la mejor decisión que he tomado fue ésta: volverme sugar baby de un hombre adinerado.
Puesto que gracias al cambio de aires, de casa, de ciudad, de escolaridad, no sólo levantó sus calificaciones, sino que se alejó de los malos pasos. Definitivamente dejó aquello que le promovía malos hábitos y rebeldía, y se concentró en ser el alumno destacado de su clase.