Para qué mentir y fingir que no sentí el peso de un bloque de concreto caer en mi pecho, al escuchar esa verdad que mi madre tenía atorada en la garganta. De qué me sirve disimular entereza, cuándo lo cierto es que por dentro me duele procesar cada palabra; asumir que me usaron; me manipularon para enmendar la cobardía, la injusticia, y la maldad.
Duele, porque mentí y me sentí la peor persona del mundo al hacerlo. Duele, porque le tomé cariño al tipo más embustero y cínico de éste planeta. Y duele más todavía, el hecho de haber sido manejada como un títere.
Manejada por todos.
Por Samantha, que aprovechó un momento en el que sólo pedía felicidad, para destrozarme con una confesión que podría haberse aguantado hasta la mañana.
Por Orianna, quién lo supo durante éste tiempo y prefirió mantenerse al margen.
Por David, que sin dudas es el principal responsable de éste sentimiento negativo, dañino, lleno de rabia que cala hasta mis entrañas. Ese frívolo y calculador señor Henderson que quiso limpiar su miseria utilizándome; martirizándome aquellos primeros días para después dársela de gran salvador.
Suelto un suspiro lleno de angustia y desolación.
Mi mente está tan embotada que no culpo a nadie. Ni a mi padre por caer en el alcohol y llevarnos a las deudas, ni a mi madre por callarse una cruel realidad que debió haberme dicho sin preámbulos, sin rodeos, sin filtros, el día que aparecí en mi casa con la novedad de un nuevo empleo.
Tampoco culpo al desgraciado de David; es que apesar de merecer mi odio, la admiración y el aprecio que le profeso inclinan la balanza a su favor; y eso es lo que más me lastima.
Aunque también me hiere reconocer cuánto daño se le hizo a la memoria de mi difunto padre. Cuánto desaire social toleramos desde el accidente. Cuántos meses soportamos el que se murmuraran miles de chismes cargados de cizaña, de veneno, de maldad.
Dios es testigo de lo mucho que sufrimos después de ese día. Un día en el que sin saberlo, el destino ya se había encargado de poner a David Henderson en mi camino.
Un escalofrío recorre mi columna vertebral al pensar en los cotilleos de oficina; al imaginar que incluso Nicolas puede que esté al tanto. O Ámbar, la morena intuitiva, a la que ningún detalle se le pasa por alto, ¡uf!, me estremezco al suponer que ella también lo supo desde el principio; desde la mañana en el patio de la universidad, dónde me sedujo para formar parte de ésta rutina azucarada que hasta hoy, estaba encantándome.
¿Estaba encantándome?
Sí, así mismo; porque ahora que la desazón cala hondo no sé qué demonios voy a hacer. ¿Con qué cara me presento en esa fiesta que tanto esfuerzo, dedicación y tiempo me costó planificar? ¿Cómo miro a los ojos del daddy sin que la decepción me paralice? ¿Sin que el deseo de recriminarle, de por una vez sacar las garras y defenderme a mí misma, de expresar la rabia que me da el ser manipulada para corregir errores que ni miles de dólares repararán; traicionen mi racionalidad y acabe metiendo la pata?
—Charlotte, quédate —pide mi madre graciosamente preocupada. Luego de largar semejante bomba; de decirme que le doy vergüenza; de juzgarme, viene a mostrar preocupación—. No te vayas —suplica—. Quédate y hablemos. Disiparé tus dudas, pero por favor... Quédate.
Giro el pomo de la puerta y sonrío manteniendo la compostura. Ya que es la mejor y la única manera de enfrentar la situación: controlando el drama, la estupidez y actuando con templanza.
—El punto es que realmente no me interesa hablar contigo —mascullo entre dientes, cruzando el marco de la entrada principal—. No quiero escuchar tus detalles, porque ha sido suficiente —levanto la tela del vestido y antes de partir, sentencio—: una celebración espera por mí. Y en todo caso, con quién me urge aclarar los tantos, es con mi jefe.
—Charlotte —murmura—, necesitaba que entendieras; no era mi intención lastimarte.
—¡Vaya forma la tuya de hacerme entender! —escupo con sarcasmo; volcando el perfil hacia la izquierda y mirándola por encima de mi hombro—, pero tranquila, bien dicen que lo que se hereda no se roba, y soy tan parecida a ti que sin desearlo, constantemente vuelvo mierda lo que quiero... ¡Claro, sin intención!
—Char...
—No me esperes —corto tajante. Fría sin proponérmelo—, voy a llegar en la madrugada.
Ignoro su respuesta, cierro la puerta tras de mí, y como si una reina invencible, poderosa, infranqueable se hubiese apoderado de mi cuerpo, camino en dirección al automóvil elegante que aguarda frente a mi casa.
La brisa es algo fresca y eso dispersa un poco la bruma que comprime mi cerebro.
La noche está despejada, estrellada, tranquila como la calma que antecede a la furiosa tempestad.
—Buenas noches —me saluda Owen, invitándome con su característica cordialidad, a ocupar el asiento trasero.
—Buenas noches —repito manteniendo el tono vocal frío y ausente—. Sabe dónde queda la dirección de Ámbar, ¿cierto? —pregunto al acomodarme; evitando reparar en sus ojos, o cruzar más palabras de las que realmente quiero.
—Sí —dice extrañado ante mi actitud. Una que con Owen siempre fue cálida, extrovertida—. Me la apuntaste dos días atrás.
—Perfecto —afirmo, observando la ciudad enigma; la ciudad engaños; la ciudad de dos caras, a medida que el motor empieza a acelerar—. Por favor no se demore.
Percibo su escrutinio por el espejo retrovisor; sé que le resulta incómodo el trato tan frívolo, pero luego de lo que aconteció en la sala de mi casa, la Charlotte dulce y amable como por arte de magia se esfumó.
Sólo basta repetir en mi subconsciente cada palabra, para que el frío poco a poco amenace con congelarme de pies a cabeza.
Quién ama a su familia comprenderá que es difícil demostrar calidez con los que se encargaron de destruirle la integridad moral a un ser querido.