¿Estoy en shock? Sí.
¿A punto de sufrir una severa crisis de taquicardia? También.
¿Al borde de un desmayo, bien dramático? No. Definitivamente eso sí, que no.
Quiero ponerme a llorar de la enorme rabia que siento; caminar directamente a dónde David y patearle los huevos; perder la cabeza por primera vez en mi vida o dejar que el veneno se apodere de mi sistema y termine haciendo de las suyas; sin embargo eso sería otorgarle el bonus al daddy más perverso y macabro que el mundo azucarado podría haberme puesto enfrente.
Puesto que su mirada cínica, casi maquiavélica parece en fracciones de segundos develarme que era lo que en conclusión estaba buscando.
La puta fiesta sin precedentes tenía un solo motivo. Uno que aún bajo la gigantesca contrariedad que me embarga, consigo entender.
Henderson, el dueño de la vitivinícola más importante de Estados Unidos tejió un festejo a lo grande para ésto, para reunir delante de mis narices a sus tres hijos.
Tan retorcida es su cabeza, que ya no pienso simplemente en que me manipuló, sino también le doy varias vueltas al hecho de que supo de mi coqueteo con su hijo.
El pálpito en mi pecho así lo indica y por ello el hastío, el enojo, la ira van aumentando de manera desmesurada.
¡Claro! Ya conocía de mi desliz con su hijo menor. Me convenzo de que recurrió a la organización de éste evento para causarme miedo, desazón y frustración a modo de castigo.
Anhelo reír producto de la impotencia que me invade.
Yo sé quién es David. Es un tipo calculador, astuto, perspicaz. Cualidades que admiro en él, son las que ahora me están sentenciando.
¿Me va a destruir? Posiblemente.
¿Acabaré presa? Tal vez, ¡pero no sin antes hacer mi descargo!
¿Debo saber algo más de ésta historia que parece salida de una película de venganza? Creo que sí. En mi línea mental, esa en la que reordeno los acontecimientos, hay un espacio en blanco entre el pasado de los Donnovan y los Henderson, y el parentezco oculto de Orianna y David, con Nicolas.
Inhalo hondo, en tanto cinco dedos sujetan mi antebrazo con fuerza. —¡Vámonos! —escucho decir en mi oído, con cierto grado de agresividad.
Ladeo el rostro y analizando su cara desfigurada por la cólera, niego —¿Por qué no me dijiste que es tu padre? —pregunto abrumada. Hilvanando personas con nombres. Relacionando a Nicolas con el carro accidentado, y a David con la culpa de haber ignorado a su hijo, el adicto. Uniendo rápidamente las piezas de un rompecabezas bien complicado y obteniendo entonces una deducción doblemente siniestra: en ésta puñetera vida, nadie se salva de mentir.
—Te expliqué muchas veces que nada me liga a ésta familia de mierda —declara jalando de mi brazo, encaminándose a la salida. Ignorando que el resto de los invitados miran la escena con desconcierto—. No tengo padre desde el día del accidente automovilístico.
Mis ojos se abren y por milésimas de segundos el corazón se para. Mis sienes laten desenfrenadas y no me importa el que David (haciendo caso omiso del caos que se desata) esté llamándome; menos me interesa si la celebración se arruina, porque lo único que siento es más, y más dolor.
Dolor y rabia.
—Me mentiste —siseo sombría—. Te jactaste de hablar con la verdad y me mentiste.
Su intento de sacarme del recibidor se trunca y nervioso me observa —No te mentí, esas personas que ves ahí son mi pasado. Mi sangre sí, pero nada más.
Lentamente vuelvo a negar y retrocediendo me alejo de él; del daddy sonriente; de una Orianna terriblemente preocupada; y de una Natasha victoriosa ante la escena que se desarrolla. Tragando saliva, dolor, incredulidad, decepción, y resguardando una pisca de elegancia y dignidad empiezo a alejarme de todos ellos.
—No me refiero a tu apellido, ni a quién eres —recalco adoptando un matiz vocal duro, tajante—. ¡Sino a que siempre supiste quién soy yo! —recrimino apuntándole con el dedo—, ¡y siempre supiste quién es él! —increpo inspirando profundamente para no llorar—. Eres un hipócrita —olvidando su propio desdén por la situación, Niko se aproxima a mí con rapidez—. ¡No! —le freno—. No quiero hablar contigo.
En la lejanía alguien da la orden de reanudar la música y repartir tragos dobles de whisky. En apariencias, con la intención de que los presentes omitan el momento de reconciliaciones frustradas.
—Charlotte —pide intentando agarrar mi mano, en un gesto que automáticamente rechazo—. Muñeca, los dos fuimos víctimas de éste lío.
—¡¿Víctimas?! —exploto de pronto, asombrándole—. ¡Tu padre ensució el nombre del mío! ¡Tu padre, el que dices odiar, se encargó de hacer de nuestras vidas una mierda!, ¿y sabes qué es lo peor de ello? —cuestiono mordaz—, que estabas al tanto del detalle. ¡Por tus venas corren los mismos genes del hombre que detestas y eres igual de cínico, de embustero, de manipulador que él!
—¡No seas así! —gruñe, pasándose las manos por el cabello, siguiéndome el paso—. ¡Te ibas a distanciar si te lo decía! —se justifica—. ¡Y quizá tengas razón, quizá soy un hipócrita pero quería que él te lo confesara!
El bullicio del salón queda atrás y un corredor iluminado en tonalidades anaranjadas; con pisos y paredes de mármol es lo que recorro, todavía en reversa.
—¿Por qué? —murmuro.
—Porque habría sido una satisfacción enorme, el ver a la mujer que amo odiando a un bastardo que prefirió hundir a los demás, antes que hacerse cargo de sus problemas.
La sensación de bruma, de asfixia, de percibir que alguien me toma por el cuello y lo aprieta hasta dejarme sin respiración, me envuelve.
¡Dios! No puedo razonar. Tengo atoradas en la garganta cientos de palabras. Palabras que no consigo formular en una oración coherente.
Me recargo contra la pared fría, buscando ganar segundos que colaboren en mi estabilidad emocional.