—¡Ya! —susurra David en mi oído, apresurando el paso—. Deja de pelear, que te traerá problemas. Grandes problemas.
Rechino los dientes, evitando reírme.
—¿Pelear? —le ataco—. Yo no estoy peleando. Sólo pongo en su lugar a la gente que me tiene harta.
—¡Estúpida! —sigue retrucando desde la distancia Natasha—, vas a lamentar ésto.
—Suéltame —digo al daddy—. Suéltame; me voy a comportar. Te lo juro.
—Te voy a soltar cuándo lleguemos a la sala de estar —resuelve sereno, sin detener el andar.
—¡Eso, cobarde, corre! ¡Corre y escóndete lo mejor que puedas! —grita victoriosa, la desquiciada ex de Niko—. Porque no habrá Henderson que te salve cuándo te encuentre.
—Char —ruega Ámbar, sujetándome el codo—, no la escuches. Ya descargaste tu rabia; no te conviertas en una mujer de la que podrías arrepentirte después.
—¿Descargar mi rabia? —cuestiono quitando sus dedos de mi piel de un tirón—. Ni siquiera empecé —espeto mirándola con reprobación—. Ahora —añado observando de reojo el semblante serio, relativamente preocupado de David—, me importa un bledo la sala de estar, quiero caminar, no que me lleves casi a cuestas.
Suelta un suspiro agobiado y obecede. Por primera vez ocurre que el autoritario empresario obedece a alguien.
—Perfecto —accede—, pero cómo te des la vuelta y continúes con tu pleito felino, no me meto. Aguántate las consecuencias.
Enarco una ceja, cuándo mis pies tocan el piso —Entre nos, daddy —murmuro de forma tal que Ámbar no escuche—, dejaste de meterte desde hace bastante. Me prometiste que la mantendrías lejos, y, ¡ups, qué casualidad que fallaste!
Sus ojos color caoba se abren como platos y carraspeando, se acomoda las solapas de su camisa. Desprende los primeros dos botones y una cadena de oro, de eslabones forcet gruesos y brillantes, reluce.
Está nervioso; y me fascina que se sienta así, acorralado de antemano; como yo me sentí cuándo visité la oficina presidencial, sin saber a lo que me estaba enfrentando.
—Estás descontrolada —responde con ronquera. Desconcertando a Reggins, ese leve temblor de inseguridad que surca su voz grave, y varonil.
—De acuerdo contigo —afirmo esbozando una sonrisa siniestra. Una que de seguro no le suma gracia a mi rostro rasguñado y mi cabello enmarañado—. Estoy descontrolada, porqué será, ¿no?
El ruido de una fiesta que ni por asomo parece terminar se oye a medida que nos acercamos al recibidor.
Todos han continuado con su festejo, a excepción del anfitrión. Se aprovechan de la infinidad de tragos, música, comida y permanecen en una celebración que en parte, resultó un fiasco. Un rotundo fracaso porque la organizadora abandonó al cumpleañero en pleno discurso y los hijos del dueño de casa, apuesto a que habrán escapado apenas tuvieron la oportunidad.
—Mejor vayamos a un sitio más tranquilo; tomas algo para relajarte, te doy hielo para esa mejilla hinchada y conversamos —sugiere David con precaución.
—¡Excelente! —mascullo mirando al frente, dónde las luces de neón moradas, blancas, rojas y negras se empiezan a vislumbrar.
—Por acá —recita, parando frente a una puerta cerrada, ubicada a unos cuántos metros de distancia del salón principal, e introduciendo la llave en su cerradura.
Ojeo de refilón a Ámbar e intentando no sonar tan cortante, le digo —Quiero hablar con él a solas.
Ella traga saliva y sonrojada asiente —Te... Espero afuera.
—Gracias. Igual si prefieres irte...
—Te espero afuera —sentencia convencida—. Ni de puta broma te vas a ir así, sin mí.
Inhalo hondo —Está bien. Y gracias —destaco.
La melena de Reggins es lo que aprecio al momento en que gira sobre sus talones y satisfecha por mi respuesta se dirige al epicentro de la fiesta.
—Adelante —dicta el daddy haciendo un ademán—. Calculo que la conversación es de carácter privado, así que si no entras, no podré cerrar la puerta.
—¡Siempre tan acertados tus cálculos! —viboreo acatando la sugerencia.
—Considero, que fue bastante cruel el trato hacia tu amiga —sostiene una vez pasa seguro a la entrada.
Camino y opto por pararme frente a la repisa adornada de fotografías —En ésta situación, considero que eres el menos indicado para decirme si soy cruel, o no —lo miro con fingida indiferencia por encima del hombro y añado—. Sophia era bellísima.
En consecuencia a la última oración, su respiración se agita; y aproximándose al bar repleto de botellas y copas de cóctel, balbucea agarrando el infalible whisky Jameson —Era la mujer más bella que pude haber conocido.
—¡Claro! —chisto—. Qué pena que no supiste valorar lo que tenías —replico mordaz, deslizando los dedos por cada imagen enmarcada.
—No hay día en el que no me arrepienta de mis errores —asevera en tanto el whisky choca con los cubos de hielo—. ¿Gustas de un Jameson? ¿Jagger?
—Ron —espeto impasible. Postergando lo inevitable, lo que él ya se imagina y lo que delata su estado nervioso—, sin hielo.
Con un semblante inescrutable, levantando la tela del vestido para desplazarme con mayor comodidad, me acerco al bar en dónde prepara los tragos. Apoyo los codos sobre la mesada y fulminándole con mis retinas aguamarina, sigo hurgando en viejas heridas —¿De verdad te arrepientes de tus errores?
El pico de la botella impacta contra el filo del vaso y eso me basta para confirmar que el señor que siempre tiene todo bajo control, hoy, después de su supuesto jaque mate, no sabe qué demonios hacer, ni decir.
—No hay día que pase y que la culpa o el arrepentimiento no me aplasten la conciencia.
—Interesante —mascullo, aceptando el ron que se me es ofrecido. Dándole un sorbo largo a la bebida fuerte, amarga, añeja, color caramelo—. Sin embargo, es difícil de creer que el gran David Henderson pueda sentir culpa o arrepentimiento.