Sugar Daddy Libro 1

CAPITULO SESENTA Y SIETE

La cabeza me da vueltas apenas abro los ojos. Es como si un bloque de concreto me hubiese caído encima comprimiéndome hasta las ideas.

Me froto los párpados y despabilándome lentamente observo a mi alrededor. Estoy en mi dormitorio, con Ámbar acostada a mi lado. Los rayos del sol llenan el cuarto con su resplandor; resplandor que únicamente aumentan mi malestar y malhumor.

Me remuevo en la cama y quitándome las sábanas de encima consigo sentarme para así cumplir con la primer labor del día: llevar ambas manos a mis sienes, presionarlas y rogar porque la jaqueca se calme.

¡Dios, menuda resaca!

—¡Uf! —resoplo en un bajo alarido, mientras mi amiga se da la vuelta y me enseña su espalda—. A joderse, Charlotte —me sermoneo cuándo dificultuosamente logro poner un pie en el piso.

La sed que siento después de tragar saliva me quema por dentro; las náuseas me embargan al segundo que abandono la cama, y el dolor de cabeza, una opresión que pasa por mi cerebro como una aplanadora, están literalmente sacándome de quicio.

—¡Prometo nunca más volver a tomar! —me quejo entre mentiras. Palabras que ni siquiera yo me creo porque en cierto modo y recordándolo de forma muy vaga, la distracción que me brindó el whisky supo a gloria. 

Me relajó, me tranquilizó, y me dio la dosis justa de coraje para hacerle frente a un par de cerdos; así que no puedo ni debo mentirme, tal vez la próxima en vez de whisky sea un buen ron sin hielo, y con un poco más de juicio el que me acompañe durante la noche.
Me contengo de emitir quejidos y esbozo una sonrisa. La siguiente ocasión beberé con más prudencia y evitaré entonces ésta sensación mortífera de la resaca, que sumado a la amnesia temporal convirtieron la velada de coraje, verdades, valentía y sacrificio en un martirio al abrir los ojos.

Relamo los labios e inclinándome hacia adelante, observo la hora en el reloj que descansa sobre la mesilla de luz. Son las siete menos cuarto.
Tengo tiempo de sobra antes de ir a la universidad, así que con parsimonia me dirijo al armario y busco jeans, tenis y una camiseta. Agarro mi teléfono, toallas, algodón, desmaquillante y jabón de glicerina. Estoy segura de que al verme en el espejo, mi reflejo me regañará por llegar borracha y no haber ojeado los arañazos de la gata loca que ahora decoran mi cara.

La mueca de triunfo se ensancha en mi rostro. ¡Estaré esperando el próximo round con Natasha! La esperaré tranquilamente porque después de plantearle mis nuevos términos a David, ni Natasha, ni los Henderson me tomarán desprevenida de nuevo.

De eso ya no más.

Entro al baño y luego de encerrarme con seguro, coloco el teléfono en el lavabo. Lo enciendo notando que no es portador de ningún mensaje, ya que Niko no sabe mi número y David; bueno, a ese hombre aturdido no le quedaron ganas de dirigirme la palabra tras la bronca de anoche.

Voy directamente al reproductor musical y eligiendo la carpeta con canciones de mi serie favorita presiono play.
Mi vena vengativa hoy está agitada, tan loca y enardecida que mis oídos piden por melodías despechadas y fuertes.

El ritmo pegadizo de una banda colombiana envuelve el lugar y todavía presa del dolor de cabeza, reúno energías para cantar al unísono de la intérprete.

Me paro delante del espejo entonando perfectamente el estribillo y con asombro escudriño la imagen que me devuelve el cristal.

¿Ésta mujer soy yo?

La chica que me mira con enojo y el ceño fruncido; con el cabello enmarañado y el maquillaje hecho un caos; con las marcas de un pleito felino atravesándole los pómulos y un arrugado vestido rojo... ¿De verdad es la Charlotte Donnovan que salió de la recámara anoche?

Niego sin quitar la vista de mí misma. La respuesta es no; ya no soy esa Charlotte. El resultado que aprecio es de una nueva yo. Cada indicio superficial me demuestra que efectivamente soy otra persona.

Y me fascina.

—¡Es la historia que les vengo a contar —canturreo a medida que bajo el cierre del apretado vestido y éste cae, dejándome solo en bragas—, la de un hombre falso y su engaño mortal!

Ojeo fugazmente la pantalla del teléfono y carcajeo. ¡Si de hombres falsos hablamos, el premio se lo lleva David!

Con esfuerzo me saco la coleta, pateo la tela color carmín a uno de los rincones, y tomando el cepillo de dientes realizo la tarea más importante de todas; eliminar el mal aliento que ya no soporto.

No soporto el dolor de cabeza, las náuseas, el malestar, el mal aliento, ni el agotamiento extremo que se apodera de mi cuerpo. Sin embargo, con total sentido de la responsabilidad asumo que ahora me jodo y principalmente me aguanto. ¡Si me gustó tomar como una descontrolada, me tiene que gustar el afrontar la resaca!

Enjuago mi boca, la seco y girando sobre los talones estiro la mano hacia el grifo de la ducha y abro la canilla.

El sonido del agua al caer invade el cuarto y mezclándose con la voz de Gelo Arango, da como resultado una catarsis perfecta para recuperar energías.

Suelto un jadeo de puro placer y cerciorándome de que la temperatura es adecuada me inmiscuyo dentro del cubículo de vidrio ahumado. Con jabón de glicerina entre los dedos y de manera cuidadosa, formo en mi rostro con base a masajes circulares, una mascarilla de espuma. Éste es el primer paso para sacar lo más engorroso del maquillaje y también, para evitar posibles infecciones en los rasguños de esa rata que vaya a saber dónde habrá de poner las uñas.

Lavo mi cuerpo varias veces con el gel de ducha y canto con vehemencia mi parte favorita de la canción que puse en modo repetición —¡Tiembla porque llegó tu depredador! —cierro los ojos evitando que el jabón provoque irritación y a tientas busco el pomo del shampoo—. ¡David, llegó tu depredador! —aúllo metiéndome en la piel de la cantante—. ¡Ay maldición! —gruño de pronto, cuándo no doy con el bendito frasco. Sin más remedio coloco mi cara bajo el chorro de agua y quitándome los restos de glicerina, nuevamente abro las orbes—. ¡Ahí estás! —digo victoriosa, tras encontrar lo que necesito: shampoo y acondicionador. 




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