Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO SESENTA Y OCHO

—¡Entonces en menos de quince minutos estoy afuera! —chilla, igualando mi tono vocal.


Suspiro con complacencia y recargándome en la silla de espaldas al tocador agarro mi teléfono, enciendo la pantalla de inicio y me sumerjo en el mundo de las redes sociales.
Nunca fue de mi preferencia ese tipo de vínculo cibernético, pero hace cuestión de un par de semanas atrás y, gracias al ímpetu de Reggins, Facebook e Instagram ahora forman parte de mi distracción diaria.

—A ver, a ver —me digo al ingresar mi dirección de e-mail para iniciar la sesión—, qué es lo que tenemos por aquí —murmuro al tiempo que ojeo las notificaciones, encontrando únicamente solicitudes de juegos, y eventos.

Salgo de la lista extensa de sugerencias, y mi dedo índice se dirige al pequeño ícono de lupa ubicado en el extremo derecho de la aplicación; con la inmensa agitación que me embarga cada vez que busco su nombre, presiono al primer usuario que aparece en la pantalla, Nicolas Cooper; la página que suelo stalkear más de diez veces por día, y en la cuál todo dato, información y fotos se mantiene bloqueado a quiénes no compartan amistad con él.

—¡Dios! —exclamo con frustración al tocar en su foto de perfil por millonésima ocasión. Una en dónde viste pantalones y camiseta de color blanco; en apariencias de lino, holgado y veraniego. Una imagen de playa paradisíaca en la que él sonríe mientras abraza a su madre y hermana.

Sin poder reprimir el aguijonazo de angustia que me produce el observar su pasado, me detengo a analizar los comentarios de cada usuario que responde a la foto cuya publicación fue hace tres años. No sé porqué pero no he perdido las esperanzas de encontrar a Natasha, lograr husmear en su página y alimentar así la rabia que siento hacia ella.

—¡La gran mierda! —bufo al rato, cuándo sin obtener buenos resultados regreso al mismo punto de siempre, los perfiles de Orianna, David, y Ámbar. Los dos primeros bloqueados para usuarios con los que no compartan amistad

—¿Todavía sigues stalkeándole el perfil como una acosadora cibernética? —pregunta Reggins en tono acusatorio y divertido, dándome un susto mortal—. ¿Por qué mejor no le envías solicitud y ya?

Pongo los ojos en blanco y centrando la atención en su sonrisa a medias, su atuendo deportivo y su melena húmeda, niego—. Me da pavor.

Ríe con ganas y pese a que me siento aliviada por ser la razón de sus carcajadas al menos unos segundos, es inevitable mirarla con confusión.

—¿Qué?

—Que te dio su inyección de amor hace un mes —sus risas se tornan estruendosas y el rubor empieza a invadir mis mejillas—. Una suculenta inyección pero, ¡ah! Te da pavor mandarle una solicitud en facebook.

—Bueno —carraspeo muerta de la vergüenza, incentivándole a continuar con sus risitas—, es diferente. Es muy diferente —se muerde los labios, y con burla afirma con la cabeza—. ¡En serio! —recalco, bajando la mirada a la nueva notificación que acabo de recibir.

—¡Claro! —ironiza—. Cómo digas.

Frunzo el ceño ignorando sus palabras y presa de la curiosidad abro la invitación a un evento que se celebrará mañana. —Hey, Am —la llamo—, ¿conoces a un tal Berenice White?

—¡Sí! —chilla, elevando la voz—. ¡Por supuesto! Nadie en la juventud de Washington desconoce quién es. ¿Por qué la pregunta?

<<Bueno, yo no tenía idea de que ese sujeto existía, sino hasta ahora>>

—Apareció en mis notificaciones la invitación a una... Pool party organizada por Berenice White —confieso, analizando con desconfianza el nombre.

—¡¿De verdad?! —exclama extasiada, sacándome el teléfono de las manos—. ¿Te acuerdas semanas atrás, cuándo dije de los reventones que organizaban en una mansión a las afueras de Seattle?

Hago un recuento mental de las millones de palabras que vocifera Ámbar y... No, no me acuerdo.

—Este...

—¡Ay, Charlotte! —me reta—. Berenice White brinda las mejores fiestas de piscina de todo Washington —me devuelve el celular y observándome con súplica añade—. Prometiste que si te pedía ir a una, me acompañarías.

Esbozo una mueca de reprobación y ojeo fugazmente la fachada de una imponente casa en dónde la fiesta, con DJ popular incluido, se llevará a cabo.

—No sé nadar —resuelvo después de algunos segundos.

—¡Para ir a una pool party no es necesario saber nadar! ¡Ni siquiera es necesario meterte a la piscina!

—Queda en la otra punta de Seattle —contrataco buscando excusas. Tontas excusas que evadan lo inevitable.

—Vamos en tu auto, en taxi, ¡en cohete si lo prefieres!

—Ámbar... —imploro.

—Me lo prometiste —recrimina apuntándome con su dedo índice—. Eres pésima cumpliendo promesas.

Levanto ambas manos y rodando los ojos me defiendo —¡No dije que no iría, o que no cumpliría mi promesa! —inhalo hondo—, pero... ¿Estás segura tú, de querer ir? —sus ojos destellan de emoción y no preciso de otra contestación. La conozco. Se muere de ganas por asistir—. ¡Okey! —anuncio finalmente—, vamos a ir, sólo porque mañana es sábado y no tengo que madrugar, ni estudiar, ni trabajar ni...

Pillándome desprevenida sus brazos me envuelven y besándome la mejilla interrumpe —Di que es porque me adoras y haces lo que sea con tal de contentarme.

Chasqueo la lengua y afianzo el abrazo. En ese aspecto mi amiga tiene razón, haría cualquier cosa para borrar la tristeza de su cara.

—Que conste —susurro—... No sé qué me voy a poner.

—¡Bah! —escupe con indiferencia, separándose de mí—. De eso me voy a encargar yo —se frota las manos y con ilusión agrega —. ¡Qué divertido, estoy tan emocionada!

Contagiándome de su repentino buen humor, río. —Vamos asesora de vestuario —digo, levantándome del asiento y tirando de su brazo en dirección al umbral del cuarto—. Tengo que preparar el desayuno para el ejército miniatura.

—¿Y la cama? —se escandaliza—. Al menos déjame organizar la cama.




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