Sugar Daddy Libro 1

CAPITULO SESENTA Y NUEVE

Con manos temblorosas me encierro en uno de los cubículos del baño y empiezo a bajar la cremallera de mis pantalones. No puedo calmar la sensación intuitiva que pronostica desastre; un absoluto desastre si no prevengo a Ámbar desde ya. La conozco lo suficiente como para saber que una invitación, que suene a melodía para sus oídos bastará, y no es por creerme la buena samaritana de nuestra amistad, pero no quiero que ella caiga en lo que tanto le está costando a Niko salir.
Realmente no deseo eso para Ámbar. No cuándo la veo vulnerable, y flexible a aceptar cualquier cosa que le ayude al olvidar su amargura.

—¡Dios, Dios, ilumíname! —resoplo al abrir
mi bolsa. Agarro la falda de lycra color gris oscuro y la intercambio por los pantalones. Me despojo de la camiseta, y colocándome una sencilla prenda de seda fría en tono rosa palo junto a las sandalias de tacón bajo, guardo la ropa con la que concurrí a estudiar hecha un bollo. Hundo la mano en el interior de la cartera y cuándo doy con lo que necesito miro al techo; un reluciente techo con luces de neón amarillas—. Se discreta, Charlotte —me digo al encender el móvil y buscar el número de Ámbar—. No lo dramatices todo. Se discreta.

Pego el teléfono a mi oreja y aguardando ser atendida salgo del cubículo, me paro frente al amplio espejo que decora el pulcro baño y del bolsillo exterior del bolso manoteo un corrector de ojeras. El salvavidas que siempre traigo guardado para situaciones cómo éstas, en dónde deseo mantener un aspecto presentable y no una cara llena de arañazos post guerra de salvajes.

—¡Vamos, contesta! —gruño, destapando la barra y aplicando ligeras cantidades en las imperfecciones más escandalosas.

El vip al otro lado de la línea suena y suena, hasta que la llamada se deriva directamente al buzón de voz.
De seguro estará durmiendo y yo que no me puedo aguantar los comentarios, estaré dándole vueltas a la jodida conversación que tuve con Dulce María.

Suspiro embravecida y cortando la comunicación, intento de nuevo. Un tono, dos, tres, cuatro, cinco y... Nada.

Chasqueo la lengua e irritada guardo el celular. Observándome en el espejo y notando la gran molestia que surca mi rostro, ayudada por las horquillas improviso un peinado con el cuál los bucles rebeldes no se conviertan en mi punto para descargar la frustración.

¡No vaya a ser que el mal humor aumente y sea tanto el enojo, que decida cortarme un mechón para que no me estorbe a la vista!

—Bueno —musito, abandonando el baño tras cerciorarme de que el arreglo rápido obtuvo excelentes resultados—. Tampoco es que será tan malo.

A paso ágil, atravieso el tramo de corredor que me queda para llegar a la salida.

<<Ámbar es grande y sabe lo que le hace bien, lo que le hace mal y lo que podría matarla si se pasa de la raya.>> Reflexiono intentando convencerme, de que no debo ser tan paranoica. Que las drogas han existido durante los siglos de los siglos y que está en cada quién el decidir perderse en ellas, rechazarlas, o animarse a probarlas con la alerta de nunca más lograr dejarlas.

El mediodía caluroso golpea mi rostro al segundo que cruzo las puertas corredizas de la universidad. La primavera, poco a poco le cede espacio al verano y el cambio estacional se empieza a sentir.

Mi andar se enlentece cuándo percibo el impacto del aire cálido que contrasta con el frío del acondicionado en el instituto, y varias miradas curiosas se posan en mí a medida que recorro la acera en dirección al estacionamiento privado. Quizá sea que les llama la atención mi atuendo desprendiendo seriedad, y trabajo de oficina por doquier; o será que tal vez, la gran mayoría de los que concurren a ésta universidad no acostumbran a trabajar mientras estudian. Sus familias intervienen en el proceso evitándoles esa etapa de estrés, de trajín incansable, de estar de acá para allá pensando en exámenes, trabajo, más trabajo y más exámenes.

Aunque por otra parte, si lo analizo con detenimiento podrían estar preguntándose qué tipo de empleo posee una estudiante de diecinueve años que conduce un Mercedes último modelo. Río con ganas y abriendo la portezuela del conductor tomo asiento, enciendo el aire acondicionado al igual que la música y por décima ocasión, cojo mi cartera.

—¡Un empleo de sugar girl, de rehabilitación, y de femme fatale! —exclamo entre carcajadas. Carcajadas que reprimen la amargura que me aborda, cuándo caigo en cuenta de lo que soy.

¿Soy mentirosa? Sí. ¿Mala? Posiblemente. ¿Egoísta? Efectivamente.

Soy un cúmulo de tantos defectos que ya me da igual. Me da igual si me quieren, si me odian, si me aman o me veneran, porque a pesar de ser defectuosa y no virtuosa, amo. Amo de una forma auténtica, y soy capaz de duplicar mis defectos con tal de demostrar ese amor enorme que permanece en mi esencia.

Estiro el dedo índice hacia el botón del reprodutor musical y subo el volumen a la pista de electrónica. Me coloco el cinturón de seguridad y prendiendo el coche, antes de marchar recuerdo que hoy se me ha olvidado tomar la píldora. Inmediatamente me golpeo la frente.

¡Ya sabía yo que por algo había abierto mi cartera!

—¡Voy a tener que ponerme un recordatorio! —me reprendo, sacando del blíster una pequeña pastilla rosa. Pastillas anticonceptivas que vengo consumiendo después de mi desacertada visita a Sergio, y que me han servido para regular mi período, mis cambios hormonales y no mucho más, porque desde aquel viaje a Napa, los encuentros sexuales se redujeron al cero.

Le doy un sorbo a la botella que compré en la cantina y cumpliendo con la importante tarea del día, piso suavemente el acelerador para adentrarme con cautela en las avenidas transitadas.

¡Gracias a Dios la jaqueca cesó al igual que el malestar estomacal! Sino, no soportaría estar en pie el resto de la jornada y menos, enfrentando a David.




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