Sugar Daddy Libro 1

CAPITULO SETENTA Y UNO

—¿Charlie? —pregunta Ámbar con preocupación y curiosidad—, ¿segura que no pasó nada más en esa oficina?

La miro por el reflejo del espejo, suspiro y niego con la cabeza. Mi cabello lacio se bambolea de un lado hacia otro con el movimiento, y aspiro el aroma a acondicionador de coco que desprende.

—Conseguí convencer a David —digo serena—. Anulamos un contrato, firmamos otro y mi vida de sugar baby quedó guardada en un cajón, cerrado con candado y espero, un candado que no pueda abrirse nunca más —me muevo en la silla y quedo frente a la figura de mi mejor amiga—. ¿Qué te hace pensar que pasó algo más? ¡Con lo que ha venido sucediendo es suficiente, ya! —río para sumarle credibilidad a mis palabras y añado—. Llegué a un acuerdo con Henderson, es un logro.

—Sí —murmura, golpeándose una de las palmas de sus manos con el cepillo del cabello—, pero no se porqué, lo que debería ser producto de celebración, parece la previa a un funeral.

Inhalo hondo y esbozo una enorme sonrisa, mientras que por dentro me maldigo.

Odio mentirle a Ámbar, pero lo firmé. Firmé un documento de confidencialidad. Di mi palabra escrita de no revelarle a absolutamente nadie, ni familiares o amigos, el rol que voy a desempeñar durante éstos meses, cooperando con la DEA para que logren atrapar a un criminal y así desbaratar una red de narcotráfico.

—Lo que será razón de un funeral, se llama Ámbar Reggins —exclamo burlesca, desviando el tema de conversación a algo banal; a algo que a ella le fascina y de lo que podría estar horas, largas horas, discutiendo: moda.

—¡¿Yo, por qué?! —chilla, abriendo los ojos como platos. Sus dos gigantescos ojos color caramelo enmarcados en unas gruesas pestañas, bien definidas gracias a la considerable cantidad de rímel que se puso, y a la sombra dorada que resalta al doble, la preciosa tonalidad de sus iris.

Me levanto de la banca baja, de asiento redondo y respaldar de mimbre, y le señalo mis piernas.

—Por ésto —enfatizo—. No sólo parezco un embutido, sino que aparte, siento que en cualquier momento mis nalgas quedarán al descubierto.

Estalla en carcajadas y se aleja unos centímetros de mí.

—¡Discúlpame Charlotte, pero esos shorts, son lo último en los maniquíes del centro comercial!

Chasqueo la lengua y jugueteo con las hilachas desgastadas que sobresalen de los bolsillos. —No lo reniego, pero... ¿De verdad crees que me veo bien usando ésto?

—¡Bien es poco! —bufa cepillándose el pelo, y haciéndose una media coleta—. Te queda espectacular. Deberías vestirlos más a menudo. Tus piernas fueron genéticamente diseñadas para usar shorts de jeans.

Giro una vuelta completa frente al espejo y después de oír las palabras alentadoras de Ámbar, me observo a detalle. Jamás en la vida me había vestido así. Es una mezcla que une lo sexy, con lo casual, y lo moderno, con lo clásico.

Me gusta. Y es un gran avance para mí, pero tanto me gusta que me siento insegura. No quisiera que al bajar las escaleras, mi madre otra vez venga con su repertorio y esa frase hiriente, de que le parezco una cualquiera.

—Anoche, mamá se enfadó conmigo por el vestido revelador —musito, deslizando mis manos por mi abdomen desnudo. La camiseta holgada de los Rolling Stone, de color negro y una enorme boca roja, tan sólo llega un poco más arriba del ombligo—. Y de antemano te doy la razón, pero con honestidad, no me hace muy feliz el que me diga que parezco una cualquiera.

—¡Ay sí, como si ella en su juventud no se hubiera levantado la falda del uniforme colegial porque quería enseñar más que pantorrillas! —espeta, aproximándose y peinándome por décima ocasión el cabello—. Sé que te duele porque a ningún hijo le gusta, que los padres se comporten de forma absurda, pero piénsalo de está manera; los tiempos van cambiando y Sam debe entender que no estamos en el mil novecientos y pico. Que las modas son eso, modas. Y que no por usar prendas sexies, nos tienen que llamar cualquieras —pone los brazos en jarra cuándo termina de dar el último toque a mi peinado y contoneando sus caderas, enfundadas en un vestido floreado, corto, y entallado a la cintura se dirige a la cama, dónde en una bandeja reposa la botella de vino espumante, maní y papas chips—. Sino mira a la esposa del presidente— recalca, sirviéndose la burbujeante bebida Rosé en una copa—, se viste en Louis Vuitton, Dior, y Dolce, y cada fin de semana se escapa con un guardaespaldas distinto a la casa de campo de su marido, en Texas. ¡Las fotos en los programas de chismes lo comprueban!

—¡Ya decía yo que iba a darte la razón de antemano! —resoplo.

—¡Siempre lo haces! —se burla—. ¿Vino?

—Voy a manejar —contesto, pasándome un poco de base líquida en el rostro.

—¿Vas a manejar? —repite embobada—. ¿Y con quién me emborracharé en la fiesta?

—Con nadie, porque no te vas a emborrachar —la reto, al tiempo que delineo mis ojos con lápiz negro—. Que vayamos a una fiesta no significa que tienes que perder el juicio, Ámbar.

—¡Pero yo quería beber tequila, ron y Martini y que nos lanzáramos a la piscina! —hace un mohín, sonríe y como una lunática, le da un sorbo largo a la bebida ácida—. ¡Por algo estuve varias horas de compras en lo que tú "trabajabas"!

—¡Estás loca! —refunfuño, finalizando el sutil maquillaje con un brillo en los labios—. Te dije que no sé nadar, y para colmo te aclaré decenas de veces, que si voy, es a bailar, a pasarla bien un rato, y a cuidarte a ti, de que no cometas imprudencias.

Eso, sin mencionar que después del acuerdo con Grayson, y tras haberlo hablado una tarde entera con David, también voy para encontrarme con Nicolas y averiguar cuánto me sea posible, del negocio turbio en el que está metido.

Mi precioso, Niko.
¡Hace tanto ya que no lo abrazo ni lo beso! Lo extraño muchísimo, y es imaginarlo permanentemente acompañado del tal Rafael, y por ende de su desquiciada hija que los celos, sumado a una gran molestia, me invaden; sin embargo luego pienso en lo solo que debe sentirse, y las ganas de ir a esa fiesta, sacarlo de un sitio al que no pertenece y comérmelo a besos, aumentan.




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