—¡Un auto! —ruge, Nicolas—, ¡busca un auto, un taxi o lo que sea!
Varias personas chocan conmigo, cuándo apresuradamente salgo de la mansión del horror. Intento acortar las distancia con Niko y también mi automóvil, pero mi tobillo se tuerce al poner un pie en el césped. Rechino los dientes y me trago el jadeo de dolor producto del mal movimiento que para colmo, sumado a las plataformas enlencetece mi andar.
—¡Charlotte, joder! —grita deteniéndose abruptamente, girando y regalándome una mirada que destella desesperación e impaciencia—. ¡Apúrate o sácate esos zapatos, tu amiga está mal! ¡Está muy mal!
Trato de ir con rapidez. Quiero decirle que mi coche está cerca de la salida. Y no se imagina cuánto me encantaría gritarle en la cara, que desgraciadamente mi pie se torció y el dolor es tan grande que a duras penas puedo dar un paso.
Entiendo que le afecta lo que ocurre, pero a la vista está que... No tengo una varita mágica de Harry Potter que la haga despertar, ni polvo de hadas de Tinker Bell que nos lleve volando al hospital.
Inhalo hondo, y en tanto rebusco en el bolsillo de mis shorts la llave del coche, me aproximo a la cerca eléctrica, y a un costado freno en seco.
El bip, bip de la alarma suena y las puertas del Mercedes quedan sin seguro.
—¡Es mío! —mascullo—. Ponla atrás y ve con ella.
Ponla atrás; como si Ámbar fuese un costal de papas, ¡qué insensible soy!
¡El dolor habla por mí y me hace decir tonterías!
Relamo los labios y al instante que pretendo corregirme, él abre la puerta trasera; con una agilidad envidiable, recuesta a Am, sobre un costado, a lo largo del asiento.
—Yo conduzco —anuncia con gravedad, y el propósito de sacarme las llaves—. ¿Estás bien?
—Sí —miento, adelantándome al volante—. Estoy perfectamente; sólo me torcí el pie.
—¡Yo puedo conducir, Charlotte! —replica con exasperación.
—¡Te dije que estoy bien! —refunfuño, abrochándome el cinturón de seguridad y encendiendo el motor—. Además bebiste; así que no seas imprudente y súbete atrás con Ámbar —noto que rápidamente obedece, y tras tomar asiento, pone la cabeza de Reggins sobre su regazo. Empiezo la reversa, y maniobrando con sumo sacrificio me incorporo a las avenidas para nada transitadas a éstas horas de la noche—. Ni... Niko —balbuceo, disimulando el escozor cada momento en el que debo pisar el embrague— ¿Qué... Le pasa?
Veo fugazmente a través del espejo retrovisor y su semblante se tensa.
—Es una sobredosis, muñeca. No me preguntes de qué porque no tengo idea —entre tanteos despistados, sin desviar la atención de la carretera, prendo mi teléfono. Otra vez necesito del GPS, para ubicar un hospital—. A menos de quince minutos hay una clínica. Es una clínica privada...
—No importa —interrumpo, y mi celular termina cayéndose a la moquette del coche—. Yo pagaré la factura así sea la clínica del presidente —pagaré la factura, aunque le tenga que pedir dinero prestado a David—. Oriéntame —añado—, ¿por dónde sigo?
—La avenida principal, la quinta, y cuándo hayas pasado el parque ecológico, te guiaré.
El silencio después de su oración llena el interior del automóvil, y cada cinco segundos, peligrando saltearme una señal de tránsito o algún semáforo, observo el espejo retrovisor.
Nicolas aplica primeros auxilios. Lo básico: sentirle el pulso, acomodarla en una posición casi fetal, arroparla, y mantenerle la cabeza levantada de forma tal que pueda respirar, o que nada obstruya su garganta.
Es imposible no acordarme de David en éste preciso momento, y de aquella tarde en la oficina donde me encomendó la tarea de leer un enorme libro acerca de narcóticos.
—Charlotte —dice por lo bajo, sin dejar de mirar el pálido rostro de mi amiga—, va a estar bien.
La angustia se apodera de mi pecho y olvidando mi propio dolor o todo lo que nos rodea, solamente rezo porque abra los ojos, me sonría y me hable.
—¿Alguna vez te sucedió? —musito.
—No llegué a éste punto —confiesa entre suspiros—, pero estuve cerca. Muy cerca.
—Y dime —añado pisando el acelerador, y superando la velocidad permitida—, dime, ¿qué se siente al ver a una persona así? Has visto a muchos en el estado de Ámbar, ¿verdad? ¿Nunca te pusiste a pensar que en parte, lo que les pasa es responsabilidad tuya? ¿No te detuviste a pensar un segundo, que la mayoría de los chicos entran a una fiesta y por distintos motivos acaban como ella, a causa de lo que tú vendes? —estrujo con mis manos el volante—. ¿Cómo le explico a sus padres que consumió drogas en una fiesta, que vamos de camino al hospital y que quizá no despierte? ¿No crees que es momento de ponerle un alto a lo que haces? Entiendo que sea difícil y peligroso...
—¡Ya, basta! —corta enojado—. No quiero hablar de eso contigo, ahora.
—¡Pero yo sí! —chillo con rabia, girando el volante a la derecha, y sin intención, cambiándome de carril durante fracciones de segundos—. ¡Yo sí quiero hablar! —espeto, haciendo caso omiso a la bocina que suena detrás y pisando el acelerador a fondo—. ¡Eres un narcotraficante, y me importa un bledo que Ámbar haya sido una irresponsable!, ¡tú eres más culpable por venderla, por sentarte al lado de un criminal y sonreírle en vez de partirle la cara... O mandarlo a la puta cárcel!
—¡No piensas lo que estás diciendo! —brama furioso, inclinándose hacia adelante—. Estás hablando una idiotez. ¿Cárcel? ¡Cárcel! —repite, sarcástico—. ¡Qué sencillo se solucionan las cosas para ti!
Mi labio inferior tiembla y pese a que quiero llorar no lo hago.
—¡Posiblemente no pienso lo que digo —discuto, a los gritos—, porque estoy desesperada! ¡Estoy harta de ésto! ¡Hasta cuándo! —niego con la cabeza—. Mi hermano iba a meterse en las drogas. Tú... Que las consumes, y las vendes... ¿Ya viste a mi amiga? ¡Mírala de nuevo por si no te diste cuenta!