Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO SETENTA Y OCHO

Después de escuchar sus palabras llenas de desesperación y tristeza, algo en mí se resquebraja. Lo siento en el pecho, justo en mi corazón, como si al oírle éste se rompiera y una pequeña parte me lastimara por dentro.

Ámbar; mi resplandeciente Ámbar; mi invencible, poderosa y dura Ámbar se derrumbó, y yo percibo una inconmensurable sensación de desasosiego.

Será la primera vez tras muchos años de amistad que nos vamos a separar.
Es la primera vez que la veo decidida a dejar atrás su ciudad natal, sus ambiciones y su vida en Washington, para renacer de sus propias cenizas lejos, muy lejos de aquí.
Quizá no hemos sido conscientes de que ésto es la gota que desbordó su vaso; que lo que necesita es distanciarse de aquello que poco a poco, está convirtiéndola más que en una mujer empoderada, independiente y segura de sí misma, en una chica extremadamente frívola.
Tal vez ella se dio cuenta de que todo en la vida tiene un tope y el suyo lo pasó hace rato.

Inspiro hasta que mis pulmones se llenan de oxígeno, exhalo lentamente y atino a acariciarle la frente, y peinarle el cabello con mis dedos; esa maraña oscura que cae de forma rebelde por su frente.

—Te apoyaré en lo que sea que decidas —digo, tratando de no demostrar mi desconsuelo—. Siempre te voy a apoyar.

—¿En serio? —pregunta, moviendo la cabeza hacia un costado y taladrándome con la mirada—. Intenta convencerte entonces.

—Ámbar... —balbuceo, alejándome de ella y sentándome a sus pies, en la cama—. Quiero lo mejor para ti; quiero que brilles y que el mundo vuelva a ser tuyo, pero... Siento amargura porque te estás desmoronando y te irás —una lágrima procura caer y enseguida la limpio—. Te irás y, ¿cómo voy a hacer para cuidarte? Cuidarte como tantas veces me has cuidado a mí y a mi familia.

—Mi adorada Charlie —musita, nuevamente al borde del llanto—, tan noble y melodramática. Sólo será...

—¿Por un corto tiempo? —interrumpo.

Inhala hondo y niega.

—No te mentiré; no es un paseo, no serán vacaciones, no lo solucionaré cambiándome el color de cabello o tostándome la piel en una playa —responde, regalándome una sonrisa a medias que delata su tristeza.

Es obvio que también lo siente. Percibe el dolor por distanciarnos en un momento donde nos vamos a necesitar la una a la otra. Ámbar para desahogarse, y yo para estar ahí; a su lado.

Levanto una de las manos y me rasco la nuca.
No seré una amiga egoísta; sí me produce angustia y está claro que la extrañaré enormidades, pero acompañarla en su travesía sin importar que estemos juntas o separadas es mi tarea.

—No te preocupes por nada —concilio, tocándole los pies por encima de la sábana—. Te apoyaré incondicionalmente. A dónde  vayas, iré a visitarte, así sea a la China.  Estaremos en contacto, hablaremos todos los días y te contaré lo gris que se verá Washington sin ti, pero también las cosas hermosas que pasen. Al final de cada llamada me dirás que te sientes mejor; más tranquila, más viva, más fuerte que nunca.

—Y tú —enfatiza—, me prometerás que lucharás por ese noviazgo empalagoso que siempre has soñado. Si me lo prometes... Volveré más rápido de lo que canta un gallo, para hacerte la vida imposible.

Me pongo de pie, me aproximo a ella y alzo mi meñique. Reggins imita lo último y como hacíamos cuando niñas, enlazamos nuestros dedos.

Era nuestra manera de jurar y la sigue siendo, solo que ahora, a escondidas y sin que logre percatarse, con mi mano libre cruzo el índice y el mayor, porque sé que no podré cumplir la promesa.

«La decisión al final va a ser de Nicolas y si es un no, no nadaré contra la corriente. Si no acepta mi pasado y se queda a mi lado, entonces no me ama tanto como creía»

—¿Has hablado con tus padres? —pregunto, todavía con nuestros dedos enlazados.

—Lo hice antes de que tu hombre entrara a acompañarme —me suelta la mano y se recuesta en la cama—. Hablé con mi madre y le conté absolutamente todo; lo que me he guardado durante años, lo que pasó en la fiesta, y lo que estoy sintiendo.

Del bolso que traje saco un paquete de golosinas y se lo ofrezco. Son moras y frambuesas de gelatina cubiertas de grajeas; sus favoritas y las que endulzarán al menos un poco, su tarde ácida.

—Cómetelo entero, compré dos más por si una no alcanzaba.

Me regala la sonrisa propia de un niño que acaba de recibir un obsequio y abre el paquete.

—Pensaba que mamá era igual a mí; que mientras estuviese el dinero arriba de la mesa no habría de qué preocuparse, pero me equivoqué. Ella está mortificada, se culpa por mis elecciones y actitudes, y no busco eso, simplemente necesitaba ser honesta y que me aconsejara de la forma correcta.

Agarra una mora, la observa con fascinación, la lleva a su boca y jadea.

—¿Qué te dijo? —pregunto, al cabo de unos segundos en silencio.

—Que no hay que ser adicto para ir a rehabilitación, a grupos anónimos, o solicitar ayuda psicológica —mis ojos y mi boca se abren apenas proceso la información, y no puedo más que quedarme callada—. Me sugirió un centro de rehabilitación, y acepté —se encoge de hombros—. Tengo miedo de sentir tentación, de querer probar de esa mierda otra vez, o que mis propios sentidos me traicionen un día cualquiera y sean ellos los que terminen recurriendo a las drogas —se quita las sábanas de encima y continúa engulléndose moras y frambuesas.

—No te diré que no tengas miedo —musito—; pero sí te diré que hagas lo que creas mejor. Hazlo, Am, porque todo va a estar bien.

Traga la última de las cinco moras que se puso en la palma de la mano, baja las piernas para que la planta de sus pies toquen el piso y se sienta.

—Provisoriamente me mudaré a Alabama, Charlie —confiesa con precaución, aguardando por mi reacción.

Una reacción que me paraliza.

¿Alabama?

¡Alabama queda en el otro extremo de Estados Unidos!




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