NIKO
«Bienvenida a mi casa»
Esa frase retumba en mi cabeza y una corriente de electricidad recorre mi espina dorsal, al analizarla a detalle.
Hace cuestión de dos meses atrás, no hubiese sido capaz de imaginar que un día traería a una chica como ella a mi departamento.
Que le permitiría a mi novia conocer mi pequeño pedazo de hogar, mi refugio, el lugar donde puedo ser yo mismo en cada una de mis facetas: las mejores y las peores.
¡Cuántas cosas han pasado! Es decir... ¡Dos meses!
Dos meses bastaron para terminar enamorado hasta los pelos.
Dos meses y me olvidé de guardar el rencor que tanto me dañaba.
Dos meses y cambié; mucho o poco pero cambié y estoy orgulloso de ello.
Yo, que he sido el primero en predicar con la creencia contraria de que el amor era una idiotez, el orgullo lo que alimentaba mi alma y la vulnerabilidad para los blandos, ahora me auto defino un tarado.
Lentamente niego con la cabeza y me limito a mirar la forma maravillada, y también nerviosa que tiene la bruja para husmear en la sala de estar.
Después de Natasha, su maniática forma de "contenerme", y el freno que le puse a su insistencia casi enfermiza, decidí redecorarlo todo por aquí.
Cuando mi interés por Charlotte se convirtió en más que capricho, y su hechizo en mi perdición, acabé vaciando mi departamento, me deshice de aquello que me asqueaba y renové hasta el color de las paredes.
Compré una cama nueva al igual que el mobiliario y mi guardarropas, y como una muchachita histérica puse mi mayor empeño para aprender a cocinar, aunque fuese un simple huevo frito.
Inhalo profundo y mientras Rapunzel se deleita en observar con entusiasmo lo que le rodea, yo me dedico a admirarla de la cabeza a los pies.
De seguro no es consciente de lo afortunado que me siento cuando la abrazo, la beso o sencillamente, cuando consigo hacerla sonrojar.
Evito sonreír como un idiota y sin despegar la vista de ella, meto las manos en los bolsillos del pantalón.
Su pelo brilla, su piel parece que constantemente me invitara a acariciarla, y sus ojos... ¡uf!, cuando veo sus ojos, sus labios o cómo enlaza sus dedos entre sí cuando está nerviosa, mi corazón late a mil por hora.
—Tu apartamento es precioso —suelta un suspiro y da la vuelta. Yo en tanto, apoyo mi espalda en la pared cercana a la barra de la cocina y me mantengo callado escuchándola, apreciándola, amándola entre miradas y en completo silencio—. Definitivamente es precioso —recalca—. Me encantan los colores.
Sin que logre percatarse, mis iris se pierden en su perfil apenas vuelve a voltear e interiormente admito que fue por ella. Por Charlotte pinté las paredes de blanco y las llené de cuadros; de lienzos que reflejan la vida, la naturaleza, la magia y la simpleza del arte.
Para deleitar el alma de mi bruja de pelo dorado, quité todo aquello que guardaba del pasado y le di al lugar el toque hogareño que le faltaba; ese toque que la haga regresar una y cien veces más a mi casa.
—Niko —susurra, de espaldas a mí.
—Dime.
—¿Tienes fotos de tu familia?
Mi subconsciente carcajea.
—Las tengo.
Me conmueve su afán por unirme a mi padre y mis hermanos otra vez. Admiro su nobleza, su obstinación y su templanza para ayudarme a entrar en razón y asumir el hecho de que necesito a mi familia.
Gracias a tres de sus tantas virtudes, a lo largo de los días voy comprendiendo que necesito estar cerca de mi familia.
Entendí que he sido un completo desastre y un estúpido al cuál el orgullo y la imprudencia lo llevaron a vivir en la absoluta soledad; soledad que ya no quiero conmigo.
—¿Las tienes en un álbum? —curiosea, a medida que recorre en círculo el living y toca cada mueble o adorno que lo decora.
—Así es —adopto una postura erguida, y aún con mis manos en los bolsillos me acerco a ella—. ¿Te gustaría verlas?
Sus pasos se detienen abruptamente y sorprendida pestañea.
—¿En serio?
Me encojo de hombros. —¿Y porqué no?
—No sé, supuse que no te sería cómodo si...
—Cuando sueles hablar sin descanso no lo haces a un zapallo, bruja —me burlo, en tanto me dirijo a una repisa color blanco con dos puertas laterales y dos estantes centrales, repletos de jarrones—. Cada cosa que dices la escucho atentamente —saco de un cajón un libro de tapa dura forrado en terciopelo azul y voy a donde se encuentra parada—. Te mostraré una a una éstas fotografías pero antes —escondo el álbum en mi espalda y alzo el mentón—, dame un beso.
Charlotte rueda los ojos y acatando de inmediato mi pedido, con rapidez estampa su boca en la mía y después se aleja.
—¡Me supo a poco! —refunfuño fingiendo enojo, sentándome en el sofá de cuero, a tono con el interior del departamento y palmeando el cojín para que se acomode a mi lado—. Como castigo, tengo el deber de informarte que no te mostraré las benditas fotos —hago un ademán con la mano, simulando lamentar la situación y añado—; vamos a terminar ese aburrido trabajo de oficina que mi padre te dejó.
—¡Pero... —chista, molesta.
—Pero nada —interrumpo con diplomacia, palmeando nuevamente el almohadón—. Obviamente no tenemos la mejor relación del mundo entre padre e hijo, pero puedo afirmarte con total seguridad que él será un grano en el trasero si no acabas éste trabajo. David Henderson se toma muy en serio la cuestión, cuando de derivar tareas a los empleados se trata.
—Está bien —bufa sin más opción, y en vez de sentarse en el sillón, se desparrama en el piso. De su cartera saca cuadernos y bolígrafos, se cruza de piernas y resopla—. ¿También me vas a ayudar a estudiar para mi prueba?
Levanto mi brazo derecho, le enseño la palma bien abierta y afirmo.
—Te doy mi palabra de honor.
—Genial —se queja, retirando de su frente un mechón de pelo y colocándoselo detrás de la oreja.