DAVID
—Necesitas calmarte, David.
¿Calmarme? ¿¡Cómo puede decir que necesito calmarme en una situación semejante!?
—¿Tienes hijos, Grayson? —pregunto con serenidad. Una impasible serenidad que cuál mascara, oculta lo que en verdad estoy sintiendo, algo totalmente opuesto a la calma.
—Tengo dos —responde mirándome fijamente. Como si pretendiera intimidarme; como si quisiera apabullarme por ser él, el tipo de la ley, y yo el que juega una partida de póker y está a punto de perderlo todo.
—¿Son mayores de edad? —revuelvo las dos cucharadas de stevia que le puse a mi ya, cuarta taza de café ground y observo mi reloj. Son las doce y media de la noche.
—Mi hija tiene once, y mi hijo cumplirá diecisiete el próximo mes.
Llevo la taza a mi boca y le doy un sorbo.
—Son muy jóvenes —reflexiono—. Pero independientemente de eso, imagínate que un día cualquiera, uno de los dos se encuentre en un grave aprieto. Un aprieto del que es difícil salir; un problema que solos no podrán arreglar. Imagínate que su vida dependiera de la forma en que arregle ese problema —traga saliva e intenta fingir que no le afecta, más no me engaña, le pasa lo contrario. No importa que sea un oficial de la DEA, el presidente de los Estados Unidos o un barrendero del Bronx, nadie está libre de caer en la porquería de las drogas. Nadie.
—No nos hemos reunido para hacer suposiciones —se levanta del sillón en que se hallaba sentado y se dirige a la ventana—. Me convocaste por cierto inconveniente que involucra a Nicolas, quién libremente optó por recurrir a actos delictivos; actos criminales.
—Exacto —concuerdo, tensándome. Cuándo alguien habla de forma incorrecta sobre alguno de mis hijos, pareciera que el veneno de una cobra se inyecta en mis venas. Como si los hijos del resto del mundo fuesen perfectos—. Pero se empático, y ponte en mi lugar al menos un instante. Dime si podrías estar tranquilamente sentado aquí, tomándote un café y charlando como si nada, mientras que la vida de un ser que amas está en riesgo.
Pasan segundos en los que se mantiene pensativo y finalmente voltea, quedando frente a frente conmigo.
—Estoy seguro que no. No podría siquiera respirar sin que la preocupación me agobie.
—Entonces ya no vuelvas a decirme que debo estar calmado —advierto con frialdad y rudeza—. No me digas que me calme —me levanto de la butaca, dejo la taza sobre una mesita ratona y en el escritorio de su despacho, tiro la carta. Una carta y el sobre de papel manila color naranja, que recibí hace aproximadamente tres horas en la puerta de mi casa.
Un escalofrío recorre mi columna.
Jamás había sentído tanto miedo a algo, o alguien como hace un rato. Nunca me habían temblado tanto las manos, como cuándo rasgué el borde de este jodido sobre. Mi corazón latió tan rápido cuando leí atentamente cada palabra, que temí sufrir un infarto. Creí que me iba a explotar el cerebro. Sentí ganas de llorar, de olvidarme de todo y de ir directamente a dictar mi muerte.
Mis dientes rechinan y nuevamente el terror, como una descarga eléctrica me invade por dentro.
Fue una amenaza.
—Te entiendo y te pido disculpas —dice, tomando el papel entre sus manos. El maldito papel lleno de recortes y letras de periódicos—. Pero es tu obligación mantener la calma para no arruinarlo todo. Tenemos las espaldas cubiertas y lo sabes de sobra. Hay agentes de la DEA, antinarcóticos, el FBI, Interpol, personas encubiertas trabajando para ésta operación. Tenemos agentes cuidando a tus hijos, a Charlotte, a la familia de Charlotte e incluso pusimos vigilancia en la clínica donde se encuentra internada la muchacha...
—Ámbar —corto—. Se llama Ámbar.
Asiente, y se rasca la barba.
—Está todo bajo control —replica—. Lo que dice esta nota tiene el propósito de intimidarte, de hacerte flaquear, de orillarte a cometer un error. El error de poner sobre aviso a Jean, acerca de tu asociación con la DEA para desbaratar su cartel de narcotráfico.
Muerdo mis labios y empiezo a caminar.
En círculos recorro la oficina de Grayson. Una oficina ubicada en la zona más céntrica de Seattle. Una oficina fachada, en donde se desempeñan falsas labores administrativas; el punto neutral que nos ha servido como encuentro. Él bajo el título de asesor de finanzas, y yo con mi papel de empresario vitivinícola, que lo eligió para confiar las inversiones de mi capital.
Tomo una gran bocanada de aire, y golpeo mi frente.
Ya cometí mi primer error, porque lo de recién ha sido un terrible desliz.
Después de leer lo que leí, rompí la principal norma que establecí cuando se inició todo este lío: nunca olvidarme de la discreción.
Pasé por alto que nuestras reuniones son a las cinco de la tarde de cada lunes y de dos miércoles al mes, y le solicité a Grayson una cita de urgencia.
Estuve en la tarde aquí y me marché tranquilo, contento, triunfante, pero en un par de horas mi optimismo se fue a la mierda.
Asumo que hoy; precisamente hoy, dejé de ser el calculador, soberbio e inescrupuloso David Henderson, y me convertí simplemente en un padre asustado y desesperado.
Lo de hoy realmente es una emergencia. Una emergencia que me obliga a poner en duda absolutamente todo lo que he venido haciendo, porque siento que camino sobre la cuerda floja, aterrorizándome de haber metido la pata bien feo.
—¿Cómo es que estás tan seguro? —resuelvo al cabo de unos segundos de silencio, caminando hacia el amplio ventanal de cristal—. ¿Qué te hace creer que Rafael no está un paso por delante de ti, de ustedes? Dame una razón para convencerme de que lo que he hecho en estos dos meses no fue en vano.
—¿No te alcanza con ver a tu alrededor? —pregunta como si resultase obvio—. Llevamos años tratando de atrapar a este sujeto. Años estudiándolo, trazando la manera ideal de cazarlo y así hundirlo en una cárcel de máxima seguridad, condenarlo a cadena perpetua o a la silla eléctrica —chasquea la lengua—. No vamos a fallar. No estamos capacitados para fallar.