«Algo está pasando»
¡Sí, por supuesto!
Dos horas sentada frente a un ordenador, atendiendo el teléfono y escribiendo apuntes que apenas puedo memorizar es lo que está pasando.
Mikeyla, la encargada de la parte administrativa en Henderson Company, fue quien me dio un recorrido por el amplio pasillo de oficinas, secretarias, rings telefónicos y bullicio; me mostró un pequeño cuarto con vistas a la avenida, llamándolo mi nueva oficina, y dejó sobre mi diminuto escritorio de vidrio, hojas y hojas para organizar. Algo así como distribuciones de vinos, eventos de la empresa, importaciones y exportaciones.
A pesar de encontrarme en el área administrativa, ella me aclaró muy bien que no desempeñaré ese tipo de tareas si no poseo una consolidada formación en finanzas.
—Tu rol aquí, Charlotte, es atender el teléfono —fue lo que dijo, cuando me enseñó mi despacho personal—. Lo atenderás todas las veces que la línea suene. Derivarás las llamadas a cada área correspondiente. Y también accederás a todo aquel papeleo que a las recepcionistas se les pase echar el vistazo. Serás un tentáculo más de la recepción.
No me tomó demasiado tiempo darme cuenta que el edificio en sí mismo, en nada se le compara al piso dónde David suele trabajar. Entendí que la manera de laborar en éste lugar es pura dinámica. Los amplios y relucientes pasillos, constantemente están llenos de mujeres y hombres que hacen resonar sus zapatos como si los minutos corrieran en su contra.
Me percaté al instante de la gran diferencia, porque incluso Mikeyla me dejó entrever que no estoy en el sitio dónde preparo café para llevárselo al gran jefe, ni reviso sus agendas para hacerle un espacio de juergas, tragos o eventos extracurriculares.
Sonará poco creíble pero a cualquier persona con afán de crecer dentro de un empleo, la exigencia le gusta.
No obstante, y pese a que ésto es lo que le había sugerido a David para no levantar sospechas con Nicolas, mi nuevo trabajo es un plomo. Un reverendo plomo. Me ha caído como un balde de agua helada y no comprendo ni mierda.
Miro la planilla Excel y me rasco la cabeza. De ésto tampoco comprendo una mierda.
Soplo, y siento cómo mi ceño se va arrugando al punto que la frente me duele.
Ayer estaba conspirando junto al dueño de éste enorme lugar para tenderle una trampa a un peligroso narcotraficante, y resulta que hoy estoy tratando de saber qué demonios quiere decir una jodida planilla.
Inhalo profundo y me reclino hacia atrás en la silla giratoria. Todavía sentada, me alejo del escritorio e impulsándome, giro con todo y silla.
Estoy aturdida. Y confundida. Y molesta.
Principalmente estoy molesta.
Me hubiese gustado al menos verle la cara a David y que me diera él la noticia.
¿Pero cómo pretender semejante cosa si ni siquiera ha respondido a mis llamadas?
Por inercia, y contando la vigésima vez en la mañana, ojeo la pantalla del celular. No hay nada. Absolutamente nada.
De mala gana levanto la cabeza y me detengo a apreciar un punto fijo, al vacío. Henderson no me ha contestado, está esquivándome y no sé la razón.
Soplo. Soplo. Y sigo resoplando.
En el corredor, las personas no paran de chillar, de cuchichear y de gruñir, y eso me irrita. Escucharlos, apesar de que mi puerta está cerrada, me irrita.
Mis neuronas ya no dan para mucho más. No he dejado de teclear cosas en la computadora, de atender el teléfono y de leer archivos.
Mi día no es atractivamente bueno. Entregué un examen en blanco y no consigo lidiar con un puto trabajo de cuatro horas.
Suspirando, apoyo mi nuca en el respaldo de la silla y mis pies sobre el filo del escritorio.
Me duele el cerebro de tanto pensar en David.
Que no ha venido a trabajar. Que puede haberle ocurrido algún incidente, o sencillamente que podría haber tirado la toalla.
Niego varias veces.
Eso no es posible.
Quien fue mi Daddy cínico y mezquino no es de los que se refugian en el alcohol, el miedo y el abandono si tiene problemas. El gran Todopoderoso Henderson no se rinde tan fácil. Obvio que no.
Chasqueo la lengua y vuelvo a prender mi celular. Voy directamente a mi lista de contactos y busco su número. No tengo ninguna duda, con decisión la llamo.
—¡Hola Charlie! —de inmediato y con esa dulzura que la caracteriza, me contesta.
Sonrío al escucharla, no lo puedo evitar. La voz de Orianna cargada de buena vibra, cariño y paz, le alegra la tarde a cualquiera.
—Necesito —murmuro, girando en la silla y quedando frente a la ventana—, necesito pedirte un favor.
—¿Está todo bien? —pregunta—. ¡Oh sí, Charlie está todo genial, gracias por preocuparte! —se burla.
Imaginariamente me abofeteo. Soy una gran maleducada cuándo quiero.
—Voy a compensar mi falta de modales con daikiri, mojito o margaritas el fin de semana, te lo prometo.
Orianna se mantiene en silencio, y mi yo interior carraspea.
«Éste es declarado el día del año en que compenso a todo el mundo»
—No —dice de pronto, como si estuviese ofendiéndola con mis palabras.
—¿No?
—¡A la mierda los daikiris! —exclama—, con caipirinha me olvidaré que ni siquiera saludaste cuando te atendí.
—Bien —accedo, rápidamente—, que sea caipirinha. ¿Ahora sí me puedes hacer un favor?
—¿Es mucha la urgencia? —pregunta, y se ríe—. ¡Pero obvio que es urgente, qué tonta! No me estarías llamando toda loca y alterada si no lo fuera —la escucho suspirar, y añade—. Dime en qué soy de ayuda.
Fijo la mirada en el tránsito, ese denso embotellamiento de coches, y me aclaro la garganta.
—Necesito que llames a tu padre.
—¿A mi padre?
—Sí. Hazlo por mí —digo.
—¿Quieres que lo llame y le diga que tú querías que yo lo llamara? —cuestiona, con evidente confusión.