Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO OCHENTA Y SEIS

NICOLAS

Miro una y otra vez el mapa que está frente a mis ojos; también la ruta satelital que me muestra en el plasma y la línea recta de color rojo en la pantalla de una laptop, que inicia en el punto A, pasa por el punto B y se detiene en el punto C.

El cuarto en que nos encontramos está casi en penumbras, sólo el brillo de las pantallas y una tenue luz de lámpara iluminan el lugar y aún así, siento cómo sus ojos se clavan en los míos.

—¿Entendiste cómo le vamos a hacer? —me pregunta, enredando entre sí los dedos de sus manos y apoyando los codos en el escritorio de madera que nos separa.

—Entendí.

Llevo semanas entendiéndole a la perfección.

Cierra su portátil, y se prende un cigarrillo. Me ofrece uno, pero lo rechazo. Estoy tratando de dejarlo todo. Dejar drogas, tabaco y alcohol.

—Estás hecho un marica —se ríe, mostrándome en una repulsiva mueca, el diente de oro que se ha puesto hace un par de días—. No fumas, no te das el toque, no te tomas un buen whisky. No me gustan los putos en mi círculo.

Trago saliva y por debajo de la mesa aprieto mis manos. Útimamente, hacerlo como método de autocontrol me funciona. Respiro profundo para no romperle la jeta y entonces cagarla en serio, ¡y vaya que me funciona!

—Estoy acá por negocios —mascullo, mirando a otro lado que no sea su asquerosa cara—. Si ya no vamos a hablar de negocios, pues me largo.

Retiro la silla, pero de inmediato Rafael carraspea y uno de los matones que lo sigue a sol y a sombra me toma por el hombro, obligándome a mantenerme en mi sitio.

—Lo nuestro estará listo en una semana —dice—. Tú te vas a encargar de que llegue a buen puerto como acordamos —sin el más puto remedio, asiento—. Sabes que si fallamos, la historia va a terminar mal para mí, pero para ti, estará fatal.

Me remuevo y el sujeto retira su mano de mi hombro.

—No vas a fallar —asevero, cabizbajo.

—Bien —se reclina hacia atrás—. Y no olvides vigilar a tu papá. Sus enredos con la DEA para salvarte el culo me están empezando a fastidiar. Quiero que grabes en su cerebro la historia de la fiesta. Que armen su despliegue allá, es un anzuelo que me encantará verlos morder.

Rechino los dientes. No puedo seguir viendo su cara o escuchando su voz. No lo soporto. Me levanto y me pongo la chamarra.

—Eso ya está solucionado. Le brindé a mi padre las pistas necesarias para que dé la información equivocada —subo el cierre y escondo mis manos en los bolsillos—. Narcóticos, Vicio, los federales, Jesús; todos irán a la fiesta de Berenice.

Su sonrisa se ensancha.

Ese fue el plan desde el inicio. Desde que averigüé que mi padre se había aliado con la DEA para desbaratar la red de narcotráfico que Rafael instaló en Washington y que rápidamente se esparce por varios condados norteamericanos.

Comencé a venderle a un tipo perdido por las fiestas, las mujeres y las drogas, y lo persuadí para organizar reventones. Reventones que desviaran la atención del problema grande; del verdadero negocio que estaba estableciendo Rafael en los Estados Unidos y que ahora, lo expandiría sin límite alguno a España, Marruecos y Sudamérica.

Fue mi idea engañar a David Henderson para entonces poder salvar a quienes amo. Porque cuando la DEA, con su gran operativo llegue a la mansión de Berenice, dentro de dos semanas o tal vez menos, lo único que van a hallar es marihuana.

Marihuana y el cebo del anfitrión. Eso es lo que van a encontrar. Y cuando pase será el final para mí. Habré cuidado de los míos como me lo prometí.

—Mijo —dice, captando mi atención—. ¿Sabes porqué no mandé a ejecutar a David Henderson cuándo supe que era un soplón de los gringos? —ladea la cabeza—. Porque me vendiste tu lealtad a cambio de la vida de tu familia, y yo accedí. Así que tu lealtad, valdrá tanto como el amor que le tengas a ellos. Si por alguna extraña razón se te ocurre traicionarme considéralos muertos, y a la rubia que te estás cogiendo, una zorra que me voy a follar hasta aburrirme —mi mandíbula se tensa al punto de dolerme, pero debo aguantar. Él es el jefe, y yo un simple siervo—. Pronto me reuniré con Sheldon —añade como si nada hubiese sucedido—, para arreglar una platita extra a los oficiales portuarios, cuándo llegue la encomienda.

—Genial —le doy la espalda y camino hacia la puerta de salida.

Sheldon es uno de los tantos corruptos involucrados en el lío. Un político; un "intachable" parlamentario que ha utilizado su influencia para que la mercancía del jefe pase desapercibida en los puntos de control. Él, como varios comisarios, policías, detectives, fiscales, abogados y más políticos están metidos en el asunto, ganándose unos cuántos billetes extra y varios favores extracurriculares con los cuáles ascender en sus respectivas carreras.

—Nos vamos a llenar de dinero —exclama, soltando una carcajada, apenas me ve poner una mano en el pomo de la puerta—. Muchacho —dice, obligándome a dar la vuelta para observarle—. No te olvides del pequeño favor que te hice —recalca—. Pronto estaré comunicándome contigo.

Respiro profundo, y salgo del cuarto. Fuera, en el pasillo y el amplio salón de estar, decorado con cueros y elementos de cacería, hay varios matones de Rafael. Ninguno me mira, ninguno me habla. Como entré a su estancia, salgo. En silencio, en sigilo, con un nudo en mi garganta que a duras penas me deja tragar saliva.

¡Favor!

El enviar lejos a Natasha no ha sido un favor especial para mí. Ha sido un alivio para todos. Era un riesgo inminente para cualquiera.

¡Como si no supiera que su lindo retoño es la demencia con piernas!

Abro la portezuela y me acomodo frente al volante.
Prendo el celular y le mando un mensaje por Whatsapp.

Ella está en línea.

*Abrígate. Paso por ti en media hora*

Enseguida lo lee.




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