Lunes.
Siempre he creído que los lunes son muy jodidos.
Generalmente suelo despertarme más cansada que el mismísimo viernes donde vislumbro el final de mi semana de estudio, trabajo y mil mierdas en la cabeza.
No obstante, hoy, a diferencia de mis lunes anteriores, estoy enfrentándolo con las pilas recargadas.
¡Qué guay!, ¿no?
Llevé a mis hermanos a la escuela con la música a todo volumen en el coche. Concurrí a clases y, juro por Dios que puse más atención que nunca, en mi vida.
Admito que inclusive, le supliqué a mi profesora que me dejase realizar alguna tarea extra, para compensar mínimamente el resultado de mi nefasta prueba.
Para mi grata sorpresa todo estuvo bien. Demasiado bien. Demasiado tranquilo.
Luego de la visita de Nicolas, de nuestro almuerzo en familia y la gloriosa noticia de la recuperación de mamá, estoy como si me hubieran sacado el bloque de concreto que me aplastaba el pecho.
Liviana, relajada, contenta.
Suelto un suspiro.
Otro gran lunes donde vuelvo al edificio de los Henderson.
Mis tacones resuenan en el piso. Con determinación; con mucha seguridad.
Cargué en mi bolso plan b, en el que guardo mi muda de trabajo, los zapatos con el taco más alto que tengo. Negros y estilizados.
Las miradas se centran en mí cuando llego, desde mi cara hasta mis tobillos. Soy consciente de ello pero no lo presumo. Me vestí justamente para esto; para ser vista. No quiero pasar desapercibida.
Estoy feliz y radiante. Es hora de que todos lo noten.
—Buenos días, Martin —digo al observar al vigilante; boquiabierto en mi dirección.
Sigo caminando, como si fuera una puta reina de altos tacones, falda, medias oscuras y camisa blanca.
Camisa... Con los primeros dos botones desabrochados. Con el pelo suelto y maquillaje en el rostro.
Definitivamente me siento otra Charlotte.
Una buena noticia me cambió la perspectiva de la vida en un simple chasquido de dedos.
—¡Hola chicas, buenos días! —saludo a las recepcionistas, pese a que nos llevamos como el culo.
Estoy contenta también porque hablé con Ámbar, hace un rato.
Está bien. Odiando con su alma Alabama, pero bien a fin de cuentas, y eso es lo que importa.
Solicito el ascensor y aguardo. Viene a planta baja de inmediato. Las puertas se cierran apenas entro y comienza a subir, pero se detiene antes de llegar al piso que marqué en el tablero.
Me quedo estática, recargada en una de las paredes esperando porque ingrese otra persona y luego pueda continuar el trayecto hacia mi piso.
Estoy bien de horario, así que no hay de qué preocuparse. Faltó mi última clase y vine media hora antes.
¡Media hora!
El elevador produce un chirrido molesto y las puertas por fin se abren. Se abren tanto como mis ojos. Y los suyos.
Nicolas enarca una de sus cejas color caramelo y ladea la cabeza. Apoya una mano en la abertura de la puerta corrediza impidiendo que el ascensor se cierre.
—Espera. Estoy viendo mal —finge frotarse los párpados—. ¡Joder, estoy viendo demasiado mal!
Esbozo una sonrisa maliciosa y la chispa en mí, se prende de inmediato.
Es que ayer, antes que se marchara de casa comenzamos a besarnos; acaloradamente, a escondidas, de esa forma que me lleva a perder la razón, y cuando creí que íbamos a tener sexo le llamó Orianna y se fue.
Se fue y me dejó completamente alborotada.
Nada me gustaría más que ponerle un poquitín de picante a este rato libre que tengo antes de entrar a trabajar. Me gustaría ver hasta dónde es capaz de llegar.
Levanto un poco la pierna y rozo el tacón contra mi pantorrilla.
—¿Te gusta cómo me queda? —pregunto, en alusión a mi ajustadísima falda.
Con su mano libre, se afloja la corbata de color negro que combina a la perfección con el traje gris oscuro y la camisa beige, que trae puesta.
—¿Que si me gusta? —resopla y mira para afuera; para el hall y el pasillo—. No me detuve precisamente en tu falda, bruja— sus ojos devoran mi escote. Ahí, donde mi camisa se ajusta perfectamente y mi brasier se marca por debajo de la tela.
Dejo caer mi bolso al piso y me aproximo a él. Me paro a pocos centímetros de su cuerpo y estiro la mano hacia adelante.
—Te extrañé —susurro, tocando su mentón y su labio inferior, provocativamente.
—¿No... Te molesta que alguien nos vea?
Se escucha agitado, nervioso, con la adrenalina a mil. Eso me gusta.
—No nos van a ver —mis dedos bajan hasta el nudo de su corbata y tiro de ella, al punto que por poco, acaba metiéndose dentro del ascensor—. No nos va a ver nadie.
Su perfume me envuelve, y su presencia empieza a calentarme. Instintivamente, toco sus hombros, sus brazos, su cadera y lo acerco a mí.
—Estás para matar —dice.
—¿Te gusta?
Retrocedo hasta quedar aprisionada entre la pared y su cuerpo.
—Me gusta esto —su índice va directo a mi escote y tironea la tela de la camisa, dejando al descubierto parte de mi sostén blanco—. Me encanta esto.
Sujeto su barbilla y rompo nuestra escasa distancia con un beso en sus labios. Un beso suave al comienzo, intenso después. Un beso en el que su lengua busca la mía y su mano, atrevidamente se enreda en mi pelo, presionándome contra él, impidiéndome tan siquiera recuperar el aliento.
Gimo en respuesta a lo que hace y voy tocando por debajo de su chaqueta, su espalda, su cadera y el cinturón que está usando.
El ascensor, que estaba en un parate gracias su pie bloqueando la puerta corrediza, de repente es solicitado por alguien y de un sacudón nos aleja. Yo maldigo por dentro, Niko lo hace al aire.
—¡Al diablo! ¡Que usen las putas escaleras o el elevador de servicio! —va al tablero, aprieta un botón y el elevador no sólo se cierra, sino que se detiene por completo.