El viernes ha llegado.
La semana ha pasado como una brisa; algo ligera, fugaz y casi imperceptible.
Las cosas han marchado; a su modo, pero han marchado.
Estuve más intranquila que de costumbre. Nerviosa, cada vez que terminaba de hablar con David. Y también inquieta, porque he notado un radical cambio Nicolas.
De mal humor, gruñón, callado, pensativo; así estuvo desde el martes hasta ayer en la noche.
Hoy no fue a la oficina y puedo adivinar la razón. Rafael.
Estoy segura de que su permanente estado de alarma, lo convenció de avisar, que en un momento crucial no estará presente.
Imagino que ésta es la causa de su cambio de actitud para con todos, pero especialmente conmigo.
Un chico distante a veces, incluso frío y reticente cuando he querido besarlo o abrazarlo.
Si supiera Nicolas que en mis manos está su futuro, que más que nunca necesito de su compañía y consideración, no se comportaría como un cretino.
No lo juzgo, lo entiendo. Pero nadie me entiende a mí y eso me hace sentir sola, desprotegida y desamparada.
Ni siquiera David, mi gran confidente parece entenderlo. Él vela por la vida de su hijo y en ello es en lo único que piensa.
Tampoco lo juzgo, es lógico, natural e inobjetable, pero la verdad es que... Estoy muerta de miedo, de incertidumbre, de nervios y me siento completamente sola.
Sacudo mi cabeza y colgándome el bolso al hombro, salgo de mi habitación.
«Control, Charlotte. Control»
Al fin y al cabo, para esto me quería David Henderson. Me preparó durante meses para llegar a este preciso instante. Nada fue casualidad, todo ha sido meticulosamente calculado desde aquel día que sentada en el campus de la universidad, Ámbar me propuso llenar los datos de una página de damas de compañía, para que mi vida diese un vuelco radical.
No puedo ni debo quejarme o martirizarme.
Tengo que cumplir con mi parte, para que por lo menos toda esta puta mierda no haya sido en vano.
Empiezo a bajar lentamente las escaleras.
Voy a hacer lo que debo hacer y luego... Que el destino juegue sus cartas. Que lo mande todo al carajo, o por el contrario, que nos salve el culo de milagro.
Bajo el último escalón y apoyo el bolso en el piso. Cargué lo imprescindible, sólo lo necesario.
Dos mudas de ropa, un par de tenis, el peine y algún accesorio extra es lo que pienso llevar.
—Cariño, que lindo te queda el azul —opina mamá, que me espera en la sala, parada y de brazos cruzados.
—No es azul —corrijo—. Es gris.
Me acerco a ella para que me mire mejor. Traigo unas leggins negras, botas altas sin taco y un suéter grueso de cuello alto, en color gris perla.
—Estás linda —me toma por los hombros con dulzura—. Realmente preciosa.
Afuera, la bocina de un coche suena; es el Uber aguardando por mí.
—Llegó Nicolas. Voy a saludar a los chicos —doy la vuelta para ir al dormitorio de mis hermanos, pero su mano agarrando mi antebrazo me detiene. Giro y la veo; está llorando—. ¿Qué pasa, mamá? —murmuro en tono conciliador—. No te pongas así, voy a volver el domingo a la noche. Tranquila.
Extiende sus brazos hacia mí y me envuelve en un fuerte abrazo. Un abrazo que huele a su perfume floral, tan cálido que me reconforta, con tanto amor que por un momento siento deseos de mandar todo al demonio y quedarme aquí, con ella.
—Ya sé, Charlie —solloza—. Pero aunque sean dos días, para una madre jamás es fácil despedirse de un hijo.
Estrecho su abrazo y recargo mi cabeza en su hombro. Hacía tiempo que no me mimaba de esta manera.
—Van a pasarse rápido, y cuando menos lo pienses ya estaré de regreso.
Soba por la nariz y palmeando mi espalda, se separa. Lo hace para observarme y acariciar mi mejilla.
—Cuídate mucho —me pide, con la voz cortada—. Disfruta, pero cuídate.
—Lo haré. Te lo prometo —tomo aire y despacio, exhalo—. Voy a despedirme de los chicos.
Retrocedo, y camino directo a la habitación de Liam. Allí están los tres. Jugando videojuegos, comiendo palomitas y bebiendo gaseosa.
Se ríen, se hacen bromas entre ellos, y los tres se callan cuando reparan en mi presencia.
—¿Ya te vas? —pregunta Liam, pausando el juego.
—Ya me voy —repito.
—¿Vuelves el domingo? —dice Alexandra con desconfianza.
—Sí claro.
—No te demores mucho en regresar —me advierte la pequeña, alzando una ceja y metiéndose varias palomitas en la boca.
—Haré lo posible... Alex...
—Es que si no vuelves el domingo, el lunes mamá nos llevará en autobús a la escuela —frunce el ceño—. Ya no me gusta ir en autobús, en el carro es mejor. Hay calefacción y podemos escuchar música.
Me arrodillo frente a ella y toco su pelo, suave y ondulado.
—Tranquila majestad, llegaré el domingo a la noche y el lunes por la mañana me tendrás lista para llevarte a la escuela.
Sonríe y me abraza.
—¿Nos vas a llamar?
—Por supuesto —me enderezo.
—Yo no te voy a extrañar —acota Christopher con esa seguridad que me eriza la piel.
De los tres, él es el único que logra embelesarme y dejarme boquiabierta cada vez que habla.
—¿Se puede saber porqué? —aprieto cariñosamente sus cachetes.
—Porque ya te fuiste de casa un fin de semana —dice, molesto por mi caricia, moviendo las manos para que no lo toque más—, y no te extrañé.
Ahora que lo pienso, es cierto.
Aquel fin de semaba que estuve en Napa, la que creyó que se marchaba por cien años fui yo. Y es verdad que Cristopher me repitió hasta el cansancio que en mi ausencia, la casa había estado igual que siempre.
—Es bueno saberlo —pellizco las mejillas de mis dos pequeños hermanos, me pongo de pie y agarro el rostro de Liam para darle un sonoro beso en la frente. Uno que lo hace quejarse y gruñir—. Nos vemos el domingo. Cuiden a mamá y pórtense bien.