Un impacto de mi cuerpo contra el asiento me despierta por completo. Como un sacudón fuerte, seguido del piso vibrando y un sobresaltado Nicolas que jadea a mi lado.
Abro los ojos, me despabilo y froto mis párpados. Como puedo me peino con los dedos. Mi cabello está descontrolado, alborotado, enmarañado.
—¿Te aplasté cierto? —murmuro masajeando sus muslos. Me quedé dormida y lo usé a él de colchón.
Me regala una mueca divertida que intenta ocultar lo que ya sé; que está contracturado y que seguro le dolerá el cuerpo cuando quiera levantarse del asiento.
—No te preocupes —dice con voz ronca y somnolienta; con los ojos achinados y una media sonrisa muy sexy surcando su cara—. ¿Sabías que precisamente ahora sí te pareces a una bruja?
El encanto del instante se destruye y arrugo el ceño mientras me enderezo, haciendo a mi espalda crujir.
—No quiero que sigas...
—Es que fíjate —se ríe, y con su dedo índice toca mis pómulos—. Se te corrió el delineador y tus ojos están rojos —por momentos frunce los labios para no estallar en carcajadas—. Y tu cabello —resalta—. Jamás había visto tu cabello de esta manera.
Se empieza a sonrojar y sus orbes brillan.
¿En serio luzco tan mal?
Busco el celular en mi cartera, prendo la cámara en modo selfie y cuando me veo, jadeo.
¡Ay, puta madre qué espanto!
Esta es la peor yo que podría haber visto en mi vida. ¡Y eso que he tenido malas mañanas!
—Tengo que ir al baño a solucionar esto —resuelvo—. Así sea lavándome la cara.
Se tienta de risa y lo miro...
Lo miro con muchas ganas de abofetearlo.
—Tendrás que hacerlo rápido, nena —dice, señalándome la ventanilla.
Giro la cabeza y observo lo que me enseña.
—Llegamos —me emociono al admirar el aeropuerto—. ¡Llegamos, llegamos, llegamos!
Me quito el cinturón y tras diez horas y media de viaje, me pongo de pie.
Aterrizamos. Oficialmente, estoy en París.
El piloto acaba avisar que podemos descender y eso es lo único que quiero.
De forma apresurada nos colamos entre los pasajeros que buscan salir con su tediosa lentitud y parsimonia, agradecemos al equipo de vuelo y nos adentramos en el aeropuerto para detenernos en migración y luego retirar nuestro equipaje.
En control migratorio y de seguridad nos preguntan porqué estamos aquí, cuánto tiempo nos vamos a quedar o si traemos más dinero del legalmente permitido. Allí mismo y tras corroborar los datos que dimos en Washington, nos devuelven los pasaportes y cordialmente nos dan la bienvenida a Francia.
—¡Estoy aquí! —chillo, adelantándome a Nicolas que me sigue de atrás—. ¡Estoy en Francia! ¡Tengo que mandarle fotos a Ámbar y a mamá!
—¡Ey, tranquila, que te va a dar algo! —dice divertido, notando que las personas me miran como si estuviera loca. Y no es que me importe demasiado, esto es una experiencia única y como tal todo me deslumbra, incluso la cartelería ubicando los baños—. Bien, bruja, ahora nos iremos —indica cuando nos entregan los bolsos—. Por favor, no corras a apreciar aceras, faroles, cosas novedosamente extrañas, y mucho menos personas, ¿si?
Sin analizar que sus palabras son puro sarcasmo e ironía, afirmo con la cabeza y salimos del aeropuerto.
El día está nublado; pero las nubes de París me gustan; no como las de Seattle que son una mierda. Estas me encantan.
Diablos, estoy enloqueciendo.
Con embeleso, veo a mi alrededor mientras mi chico busca un taxi.
Todo es tan distinto a Washington. Tan como lo imaginaba: particular, pintoresco y antiguo. Tan parecido a...
¡A nada, obvio!
Es París, no tiene comparación.
—Pareces una cría entusiasmada —opina, agarrando mi mano y tirando de ella para que me suba al taxi.
Me acomodo en el asiento sin mirarlo siquiera. Le da al chofer una dirección, hablando un francés muy fluido y el coche, en sintonía con la panorámica parisina se pone en marcha.
Apoyo mis dos manos en el cristal de la ventanilla y observo la ciudad de camino a nuestro destino.
Hay catedrales, varios cafés, galerías y plazas.
Las calles son relativamente angostas y los edificios, rústicos. Algunos de dos o tres plantas, que están pegados unos a los otros.
Mi dedo índice se golpea contra el vidrio y mi excitación aumenta.
No es sencillo controlar las emociones cuando un sueño se convierte en realidad.
—¡Ese es el río Sena! —chillo, extasiada—. ¡Es el Sena!
Nico se ríe y el conductor comenta algo. Un comentario que él responde en ese idioma tan incomprensible para mí.
—No sabía que manejabas tan bien el francés —murmuro.
—En realidad no lo hago —sorprendida giro la cabeza en su dirección. Sostiene una guía del viajero—. Es mi amigo fiel —explica.
—¿Serás mi traductor?
—Tu traductor —se acerca a mí lo suficiente como para besar mi mejilla y buscar mis labios—, y lo que tú quieras mi bruja despeinada y alocada —pasa su brazo por mis hombros—. Nuestra estadía no será tan extensa como para mostrarte cuán hermosa y encantadora es París; pero te prometo que no nos iremos de aquí sin haber visitado tres sitios sumamente importantes.
—¿Cuáles? —curioseo.
—Un buen café con croissants y crepes —susurra en mi oído—. La Torre Eiffel y... Lo tercero —suelta una risita—, es una sorpresa que no pienso develarte por el momento.
Con mi nivel de ansiedad y expectación a mil, me encojo de hombros. No tengo más remedio que esperar.
—¿A dónde vamos ahora?
—A nuestra habitación —dice—. Dejamos el equipaje y salimos a comer. ¿Qué te parece?
—Es una idea estupenda. Honestamente, estoy hambrienta. A diferencia de muchos, que se quejan de la calidad de la comida servida en los aviones, yo me quejo de la cantidad. Me comí hasta las galletas del acompañamiento y ni así quedé satisfecha.