Sugar Daddy Libro 1

CAPÍTULO NOVENTA Y UNO

—No sé cómo conseguiste desbloquear mi teléfono ni qué es lo que habrás escuchado de esa llamada, pero es el momento de que me dejes hablar.

Abro bien grandes mis ojos. Estoy a punto de derramar lágrimas. Lágrimas de enojo y decepción, más que pesar.

—Eres un maldito bastardo, y un gran desagradecido —espeto, furiosa. Poseída por la rabia; dominada por la sensación de impotencia.

Ladea la cabeza y aprieta los labios.

—Charlotte, si me dejas hablar...

En un arrebato de cólera le aviento el teléfono. Me importa una mierda si se hace añicos. Deseo que se rompa en miles de pedazos.

—¡Ahora no quiero oír tus excusas patéticas! —mi pecho se oprime y las sienes me punzan. No puedo canalizar todo mi enojo y menos controlarlo—. ¡¿Cómo pudiste hacerle eso a tu padre?! —le recrimino.

—Esto no tiene nada que ver con papá.

—¡Lo tiene todo que ver! —ataco—. ¿Sabes cuántas veces han amenazado a tu padre por tu culpa? ¿O a tus hermanos? —me señalo—. ¿O a mí?

—¿De qué me hablas? —su ceño se frunce. Parece desconcertado y preocupado.

—¿De qué hablo? —repito con ironía—. De que eres el peor hijo, el peor hermano y el peor novio que existe —una lágrima resbala por mi mejilla, pero de inmediato la limpio—. ¡Ya perdí la cuenta de las veces en que duermo y tengo pesadillas contigo! ¡O en que escucho a David lamentarse por lo que te ha tocado vivir, siendo que en realidad te lo estás buscando! ¡Porque te lo estás buscando!

Su cara se torna inexpresiva, y evita mirarme—. Basta, Charlotte.

Me acerco a él. A paso ligero me aproximo a su cuerpo húmedo, semidesnudo y tenso.

—Ojalá pagues por esto —viboreo muy cerca de su rostro cabizbajo—. Me gustaría verte preso, y que tu familia se de cuenta de que no vales las lágrimas, la preocupación ni la tristeza.

—Estás diciendo cosas de las que luego podrías arrepentirte —me advierte, aún sin verme a la cara.

—¡Eres un grandísimo hijo de puta! —de forma casi violenta, con mi dedo índice toco su pecho—. Cínico, mentiroso, delincuente.

Nicolas cierra las manos en puños y respira profundo.

Quizá se está enfureciendo tanto como yo.

Quizá esto termine mal entre nosotros.

Quizá coja mi bolso y me vaya a la mierda.

Estoy vuelta un manojo de emociones negativas que están sacando lo peor de mí. La peor Charlotte, y no me gusta.

—Hablas desde el enojo, y entiendo que estés enojada —levanta la cabeza y por primera vez me sostiene la mirada—. Descubriste lo que no debías descubrir. No puedes procesarlo y mucho menos asumir que yo ya te lo había anunciado. Que ya te he dicho que estoy metido en un gran lío.

—¿Un lío? —río con sarcasmo y me alejo de él—. Un dealer que está a punto de meter una droga al país no es un lío, es negocio. Un negocio que tú orquestaste y llevaste a cabo.

—¡Y qué demonios sabes de eso! —me grita, furioso—. ¡Qué mierda sabes de eso, además de lo que husmeaste en mi teléfono! No sabes como funciona el mundo de un narco. Estás tan metida en tu burbuja de adolescente universitaria, que no tienes la más pálida idea del trasfondo en esto.

—Lo único que sé, es que le estás jodiendo la vida a la familia que te queda —espeto—. Y que le vas a joder la vida a millones de personas, también.

Nicolas se aproxima a mí de una manera ágil, felina y... Muy agresiva.

Siento miedo y no puedo remediarlo. Tanto miedo, que termino sentándome en la cama, intentando inhalar y exhalar profundo.
Lo hago con lentitud, pero su cara se acerca a la mía intimidantemente y manda mi autocontrol al demonio.

—Me importa un carajo las millones de personas a las que tú les tienes compasión y lástima. Y me importa un carajo que se maten con una pastilla —ruge amedrentándome—. Ellos son y serán números, billetes, pérdidas o ganancias. A mí me importan los míos. Y si hago las cosas bien, ellos van a estar bien. No es difícil de entender.

Se separa de mí, dándome el espacio suficiente para armarme de valor, otra vez.

—No te reconozco —me levanto de la cama—. En minutos destruiste la imagen que tenía sobre ti.

—¡Pues este es el Nicolas que realmente soy! —se golpea el pecho—. Soy un criminal, un malnacido, y la persona capaz de vender el alma si es necesario, para cuidar de los míos —sin darle la espalda retrocedo hasta la mesa, en donde se encuentra mi bolso—. ¿Me amas tanto como dices, Charlotte? —su voz truena, estremeciéndome—. Pues ámame así. Vas a tener que amarme así. Y si no puedes con eso, entonces coge tus cosas y lárgate. 

Giro, agarro mi bolso y mi cartera—. Vete al demonio —de paso agarro también mis botas.

No tiene que repetírmelo, ésto demasiado, es más de lo que puedo soportar. Yo lo amo, pero no así. No es este Nicolas el que quiero.

—Charlotte —dice, bajando sus alteradísimos decibeles—. Charlotte —mis lágrimas caen y mis dedos tiemblan mientras trato de pasar la tarjeta magnética por la ranura—. Charlotte deja eso.

—¡Vete al infierno! —escupo.

De un tirón me arrebata el bolso y lo lanza a la cama. Aterrorizada volteo. Lo tengo peligrosamente cerca de mí.

—Vivo en el infierno día a día, y lo sabes —sus manos se cierran con fuerza en mis muñecas y dada la presión que ejerce sobre ellas mi cartera cae al suelo, al igual que las botas.

—Suéltame —le ordeno—. ¡Suéltame que me haces daño!

No miento, me aprieta con tanta fuerza que duele.

—¿Y a mí, qué? —masculla—. ¿A mí no haces daño? —estoy acorralada entre la puerta y él, pero aún así me remuevo para que me libere y pueda salir de la habitación—. Me acusas de algo que no soy, no me dejas hablar y, ¿acaso no me dañas?

—¡Déjame! —mis ojos se empañan y por una parte lo agradezco. Ya no quiero ver su rostro destellando ira—. Déjame, que me estás lastimando.

Sus manos paran de sujetar mis muñecas y sostienen mis antebrazos, ejerciendo la misma presión. 




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