La incertidumbre me acosaba día y noche la semana que pasó después. Muchas preguntas sin respuesta, anhelos sin fundamentos y dudas ilegitimas me hostigaban sin descanso. Todo el día me la pasaba riñéndome a mí misma mi falta de fe en Synapse, una fe que siempre había estado ahí. Pero ahora que no estaba, sencillamente había dejado un vacío en mí. Me reñía a mí misma que estaba mal dudar, que estaba mal culparlos por el sufrimiento de otros y el mío propio. Pero esa pequeña voz interior me repetía que todo el sistema era Synapse. Si el sistema estaba mal, entonces Synapse también lo estaba. Pero no podía permitirme pensar así sobre ellos, al fin y al cabo, ellos fueron los que salvaron a la humanidad de la Meningitis Mutada. Ellos habían suplido la cura a todo, no solo al virus. Synapse nos había salvado.
Pero, ¿Nos salvaron de la muerte para llevarnos a un estilo de vida que se asemejaba a esta? Separando familias, llevándose a los niños para moldearlos…No, no podía seguir por ahí. Synapse los educaba, nos enseñaba qué estaba bien y qué no lo estaba. Luego, nos daban viviendas, empleos, amor, y nos aseguraban una sociedad perfecta, impecable y perfecta.
Casi no pude dormir, tampoco quería trabajar demasiado, pero me obligaba a mí misma a hacerlo, mucho más que antes. Me levantaba antes del amanecer y me sentaba frente a la laptop, tal vez no escribiendo o pensando en ello, pero me quedaba mirando el documento hasta que se me ocurriera una oración. Así, una a una, fui escribiendo mi noticia. Vacilaba especialmente en las partes en las que debía humanizar a Synapse, ya que para mí, ya no actuaban como tal.
Dentro de mí sabía que no podía culparlos, esa era la naturaleza humana después de todo. Sin importar el sistema que nos rigiera, íbamos a ser crueles y egoístas. Aunque estuviésemos bajo la orden de un rey o un presidente o un primer ministro. Siempre habría algo mal, y yo lo sabía. Pero eso no era justificación alguna para Synapse, lo que ellos hacían.
Pero, a veces me preguntaba por qué me importaba tanto. Después de todo, yo había vivido muy bien sin padres, sin Noah. ¿Por qué de repente los extrañaba? ¿Por qué de repente me sentía sola en mi apartamento? ¿Por qué de repente deseaba poder bromear con Noah, saber si me acompañaría a correr o se quedaría leyendo como Axel? ¿Por qué de repente deseaba poder llorar en el regazo de mi madre y que esta me acariciara el pelo? ¿Por qué a veces me encontraba a mí misma buscando pelirrojos en una multitud Sterin esperando que alguno de ellos se girara y me viera, tal vez incluso me reconociera? Me sentía perdida dentro de mi propia piel, triste en lo que antes había sido mi felicidad.
Y sobre todo, estaba asustada, no se suponía que pensara así. Los padres, según nos habían enseñado en el Archivador, solo eran los individuos que nos daban la vida biológicamente, con el único derecho de darnos un nombre. No se suponía que debían ir más allá, no debían querernos de forma especial, no debían decidir sobre nosotros o incluso velarnos. Sin embargo…antes de la Catástrofe había sido así y ahora, mi alma añoraba eso que nunca había tenido.
Cada día lo tachaba en un calendario que había comprado, siempre saltando las páginas hasta dentro de tres años. Y me quedaba mirándolo por horas, soñando con encontrármelo en la calle. Soñando con contarle todo, y con que él me quisiera también. Me imaginaba las comidas familiares en las que él, Joule y yo—por alguna razón no conté a Willen, solo no sentía que pertenecía a esa fantasía—nos quedáramos despiertos hasta tarde hablando o viendo la televisión. Noah y ella se pondrían cariñosos y yo les tiraría almohadas para que pararan, causando sus risas. Entonces mi corazón se derretiría, porque seriamos una familia. No soñé con tener hijos. Porque me los quitarían, al igual que yo a mis padres.
Axel venia cada día a mi casa, después de la comida, y se iba antes de la cena, para ver a Adelaide. Ese momento de la tarde era uno de los únicos en los que me sentía a gusto. Con Axel tumbado en mi sillón, leyendo un libro diferente cada día, mientras yo me sentaba frente a la laptop. A veces, Axel me leía un poco de sus libros y yo dejaba lo que estaba haciendo para oírlo. Casi siempre terminaba conmigo tumbada en el piso, riéndome estrepitosamente o totalmente dormida. Cada vez que terminaba dormida, despertaba en mi cama, arropada y calientita. Esas veces le agradecía mucho a Axel en mi mente, me lo imaginaba cargándome como la vez que me llevó al hospital, con una sonrisa—la que siempre me daba—y dejándome sobre mi cama. Luego, me daba un pinchazo en el pecho recordar que a esas horas, Axel estaba con Adelaide.
Así que salía, cuando todo ya estaba oscuro, y me tumbaba en la calle. Cerraba los ojos como en Erlogen y sentía el frio y la calma. Cuando los abría, mi pecho se estrujaba, extrañando el poder ver la magnitud del cielo, como lo hacía antes. Los edificios me cortaban la vista, como las rejas de la jaula de un canario, que le cortan el vuelo.