San Juan de Lurigancho, Lima.
10 de Canto Grande. Jirón Arabaya,
16 de octubre de 2020. 20:07 horas de la Noche
Las noches en Lima no eran un concepto; eran un mecanismo. Funcionaban por acumulación: mil conversaciones a media voz en una misma manzana, radios con parlantes cansados repitiendo el mismo coro, motos que aceleraban para no quedarse expuestas, vendedores que elegían la oscuridad como horario porque la oscuridad era el horario de todos. En San Juan de Lurigancho ese mecanismo se volvía denso. No por folclor, sino por número. A esa hora, el 10 de Canto Grande no tenía un “sonido” propio sino capas de sonido: el hilo agudo de una cumbia saliendo de una bodega, el zumbido grave de los carros en la vía cercana, un grito suelto que nadie contestaba, el arrastre metálico de una reja, el golpe de una pelota contra una pared. A eso se sumaba el ruido peor, el que no se registra como ruido porque se confunde con costumbre: llantos, discusiones, el murmullo de familias que se acuestan sabiendo que al día siguiente el trabajo seguirá igual, y promesas repetidas sin testigos.
Laura caminaba dentro de esa suma con un bolso apretado contra el pecho, como si el bolso fuera un chaleco y no una carga. Tenía veinte años y la edad no le daba protección; le daba velocidad. A esa edad uno aprende lo básico con una precisión que no parece aprendizaje sino instinto; caminar sin quedarse quieta, no mirar demasiado, no contestar a preguntas que no pidió, no mostrar en la cara el mapa de la duda. El bolso pesaba por dentro lo necesario para que su oficio no dependiera de nadie: pinceles en un estuche rígido, pequeños frascos de pintura, carboncillos, una libreta de papel grueso y una caja con trapos. Ese conjunto, en su chamba, era una herramienta y también una firma. Lo que la comprometía esa noche no era el bolso: era el papel.
Lo llevaba doblado en el bolsillo interior de la casaca, protegido del sudor y de la costumbre de manosear el celular. No era una tarjeta común ni una hoja arrancada de cuaderno. El tacto del papel no se parecía al papel bond barato; era más firme, más liso, y sin embargo no resbalaba. Tenía ese punto de rigidez que uno asocia a documentos viejos o a papeles que han sido guardados durante años sin absorber humedad. Cuando lo rozaba con la yema del dedo, la sensación no era “nuevo”, tampoco “antiguo”: era “ajeno”.
A ratos, sin detenerse, Laura lo sacaba apenas lo suficiente para ver la esquina del croquis.
Había estado hac muchos años en San Juan de Lurigancho. No en el mismo sector, pero lo suficiente como para reconocer las lógicas de cada zona: dónde la calle se estrecha por invasión, dónde la iluminación falla por cableado viejo, dónde se juntan las combis, dónde no conviene cortar camino. Tenía, además, el apoyo moderno de lo que casi todos ya usaban sin llamarlo apoyo: Google Maps, aplicaciones de transporte, capturas de pantalla guardadas para no depender de la señal.
Y aun así, el croquis la mandaba a un sector que no le cuadraba.
No era que el croquis fuese confuso. Al contrario. Era casi excesivo en detalle: “doblar en tal esquina”, “contar tal número de postes”, “evitar el pasaje estrecho”, “seguir recto hasta ver adoquines”. Las indicaciones se sentían escritas por alguien que conocía el lugar con la paciencia de quien lo camina de noche. Esas instrucciones no eran una cortesía. Eran un orden.
Laura podía aceptar que un cliente poderoso quisiera discreción. También podía aceptar que la citara de noche. Lo que le costaba aceptar era esa parte: que, dentro de su distrito, existiera una ruta que para ella se comportara como territorio nuevo.
Siguió caminando y, poco a poco, el barrio hizo un cambio que no era una transición; era un corte.
Primero aparecieron las casas con proporciones extrañas: fachadas más simétricas, ventanas con marcos trabajados, rejas que no parecían improvisadas sino diseñadas. Luego el pavimento cambió bajo sus zapatillas: ya no el asfalto parcheado ni el cemento con grietas; se sentía otra textura, más dura y desigual, como piezas colocadas una a una. Adoquines. No “adoquines” de decoración turística, sino adoquines de verdad: irregulares, con juntas marcadas, con la huella de arreglos viejos.
Laura levantó la vista y se quedó mirando, no por curiosidad artística sino por desorientación práctica. Las líneas de las fachadas sugerían un aire de arquitectura antigua. No era una réplica exacta de nada, pero tenía gestos reconocibles: pilastras que pretendían orden, molduras sobrias, balconcillos que recordaban, de lejos, un neoclásico limeño que ella solo había visto en fotos y en paseos guiados de colegio por el Centro. El neoclásico, en resumen, era eso: una voluntad de simetría, una promesa de que el edificio había sido pensado por alguien con tiempo y dinero. Ver esa voluntad en el 10 de Canto Grande era, como mínimo, improbable.
"¿Qué jirón es este?", se preguntó en silencio, y se odió por la pregunta.
Porque la pregunta era peligrosa. Significaba que estaba fuera del mapa.
Revisó el papel con más cuidado al caminar. El nombre estaba ahí: Jirón Arabaya. No le decía nada. No lo asociaba a un mercado, a una ruta de combis, a un punto de referencia. No era un nombre que uno repitiera en una conversación cotidiana. Y sin embargo estaba escrito con una caligrafía que no parecía apurada: letras parejas, tinta oscura que no se corría, como si el trazo hubiese sido hecho sobre una mesa estable, con luz adecuada. Eso también era raro: el tipo de gente que manda cartas en San Juan de Lurigancho no manda cartas así. Manda audios, manda mensajes, manda recados por terceros. Una carta escrita con ese cuidado era la señal de otro mundo, aunque el destinatario siguiera siendo el mismo.
Había un segundo nombre, casi como apodo: Wagra Wagra, Entre paréntesis: Puerta de Hierro.