La historia que Rigo nos contó ha sido… ¡wow! Estoy impactada, sorprendida, anonadada… ya no sé cómo más sentirme. La maldición que padece Rina es algo verdaderamente terrible, ahora entiendo porque ella se lamentaba tanto de tenerla. Aunque si me lo preguntan, lo que ella le hizo a Daysy, mira que meterse con su enamorado solo por vengarse de una tontería, eso es algo tan, pues es… ¡Rina se merecía lo que le pasó! Por supuesto que sí. Que diferencia con mi caso, ¡mierda! Mira que maldecirme solo por hacerle una insignificante bromita. Mi situación es difícil. Rina es millonaria, estoy segura de que con todo el dinero y empresas que posee no le será difícil encontrar a Daysy. En cambio, yo… ¡rayos! Supongo que no me queda más alternativa que hacerme amiga de Rina, a pesar de que ella no me caiga tan bien que digamos. ¡Basta! Ya fue suficiente de estresarme: estamos fin de semana, y como la ley divina manda, estos días se han hecho para relajarse y despejarse de las preocupaciones. Roberta me ha invitado a mí y a las demás al gimnasio, así que aprovecharé para divertirme y evitar pensar más en mis problemas. ¡Y eso es todo!
***
–¡Me marcho! –Mandy se despidió de sus padres, quienes se encontraban en ese momento alistando a sus hermanitos.
–Hija, ¿estás segura de que no quieres venir con nosotros al aniversario? –le preguntó su madre–. En el colegio de tus hermanos habrá juegos y comida, además de que una banda de rock tocará en vivo…
–¡Sí Mandy, ven con nosotros! –le suplicó Tabata.
–¡Habrán muchos juegos! ¡Más que el año pasado! –agregó Robin.
–Más tarde los alcanzo, ¿sí? Ahora ya quedé con mis amigas.
–¿A qué hora es más tarde? –le preguntó la señora Susan.
–Mmm, pues supongo que a las doce. Solo iremos un rato al gimnasio en el que se ha inscrito Roberta, porque nos ha conseguido ingreso libre. No creo que me entretenga demasiado.
–Me llamas de todas formas, hija. Ya sabes que me preocupa que te andes sola por las calles.
–Que va, ya no soy una bebé, mamá. Bueno, me voy que se me ha hecho tarde –Mandy cogió su patineta, que estaba apoyada contra una columna del comedor.
–¿Irás en la patineta, hija?
–Por supuesto. No tengo plata para ir en taxi, y en combi no voy ni muerta.
–Ay, hija, me contestas cuando te llame, ¿ok?
–¡Adiós! –Mandy abrió la puerta de la casa y salió a toda velocidad.
–¡Nos vemos más tarde! –a la distancia la joven púrpura oyó que le decía la voz de su padre.
–Cielos, a pesar de que recién van a ser las nueve, el sol ya está terrible –Mandy se acomodó su gorro, un modelo de visera rosada con la mitad de adelante blanca y la mitad trasera del gorro también rosa, y que en el centro de la parte blanca tenía cocido el escudo de la ciudad en hilo rosa. Ella dejó caer su patineta sobre la acera y de un salto se montó sobre ella. La calle por la que iba era de bajada, de modo que no tuvo que molestarse por tomar vuelo para avanzar.
–¡A un lado! –Mandy exclamó cuando una madre con su niño se le atravesaron tras salir de una panadería. Nuestra amiga púrpura terminó haciendo saltar su patineta sobre el filo de la vereda y se deslizó por este realizando un notable feeble grind–. ¡Wuuu! –Mandy expresó cuando la vereda se acabó y la patineta cayó sobre la pista. Un carro cruzó veloz por las líneas peatonales a los pocos segundos de que Mandy las atravesó.
De un salto Mandy realizó un giro de 180° para evitar chocar con una pareja de enamorados. Comenzó a sudar. –Que buen calentamiento. Ya no necesitaré hacer cardio en el gimnasio. Eres toda una previsora, Mandy Carpio. ¡Jajaja!
Ella extendió los brazos hacia los lados para usarlos como timón a la hora de esquivar obstáculos. Con solo inclinar brazos y tronco a un lado, y mover ligeramente los pies, su patineta curvaba su trayectoria con sorprendente precisión en medio de los numerosos transeúntes que caminaban por la acera de la avenida en la que ahora se encontraba. Muy cerca en la pista los motores de autos, buses, motos y combis, sumado a los bocinazos, llamados de los cobradores del transporte público y silbatos de los policías de tránsito daban forma al bullicio citadino.
Transcurrieron los minutos. Mandy cruzó la Plaza de Armas y se abrió paso por la siempre concurrida calle Mercaderes. Aquí tuvo que hacer gala de toda su pericia como skater para evitar impactar con los numerosos turistas, ambulantes y demás transeúntes que a esas horas se paseaban por allí.
Cruzó la calle Pizarro. Pasó por una pequeña plaza y continuó con su camino. O, mejor dicho, quiso hacerlo, pues apenas abandonó la pequeña plaza un vendedor ambulante se le apareció al frente.
–¡Cepillos, capillos! Señorita, cómprame un cepillo. Dos solcitos, nada más –un joven alto y bronceado le ofreció.
–Oh, cuanto lo lamento. No tengo dinero –Mandy intentó esquivarlo.
–No te preocupes, niña. Te lo regalo por esta vez.
–¿En serio? ¡Gracias! –Mandy cogió el cepillo y se lo guardó en el bolsillo de su buzo. Se dispuso a retomar su viaje, pero el hombre le interrumpió el paso.
–Apóyame, señorita. No cuento con trabajo y tengo que mantener a mis pequeños. Ayúdame a llevarles un pan a la mesa.