Cuando sabes que has hecho algo malo, inevitablemente la consciencia te susurra: “¡debes reparar tu error!”. Y mientras no lo hagas, sientes una presión en tu pecho que no desaparecerá hasta que el daño haya sido reparado. ¡Rayos! Yo ahora mismo estoy sintiendo esa fea presión, y todo por culpa del padre de Xian. Se los explicaré, todo sucedió la tarde de ayer cuando fui a entrenar al gimnasio Chìbǎng. Acabado el entrenamiento le dije a Xian si podía acompañarme a la tienda a comprar algunas cosas que mi mamá me encargó. Normalmente él no tiene ningún problema cuando le pido esta clase de favores, pero en esta ocasión me dijo que le sería imposible. “¿Por qué?”, obviamente, le pregunté yo. “Estoy castigado”, fue su triste respuesta. Resulta que su padre hasta ahora no olvida lo sucedido con la antena del techo, ya saben, ese pequeñísimo incidente con la piedra… Yo le expliqué que todo lo hice para recuperar la banderola de Jet, pero por lo visto el señor Chìbǎng no entiende razones. Así que, resumiendo, el pobre de Xian ha sido castigado por mi culpa, y… ¡ah! Yo ya no quiero seguir soportando esta horrible presión que aqueja mi pecho, así que he decidido pagarle al padre de Xian lo que le costó la reparación de la antena. No le he dicho nada a Xian ni a su padre de mi decisión, pues prefiero esperar a tener el dinero primero. El problema ahora es que, ¿de dónde miércoles se supone que voy a sacar el dinero? Por lo visto mi única alternativa es buscarme un trabajo de medio tiempo. Ojalá encuentre uno que se adecue a mis expectativas, ya saben: pago de horas extras, horarios flexibles, horas de descanso, buen sueldo, que sea poco estresante, ambiente agradable, que quede cerca de mi casa y otras minucias más.
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“Picantería y heladería Jorita”, el nombre del restaurante en el que trabajaba Carmen, la chica vestida de characatita, estaba cincelado en un rústico letrero de madera colocado encima de la puerta doble que daba acceso al establecimiento. El edificio era de dos plantas y estaba hecho de sillar, el mismo material de las demás viviendas ubicadas en aquella tradicional callejuela del barrio.
Domingo por la mañana. El sol aun no terminaba de salir en el horizonte, cuando a la calle salió una aun somnolienta Carmen. Ella no se había hecho sus características trenzas en la cabeza, por lo que su pelo lo llevaba suelto y algo desordenado, clara señal de que acababa de levantarse. En la mano derecha Carmen portaba una escoba, y en la izquierda una cubeta de agua.
¡SPLASH! Carmen vacío el agua de la cubeta sobre la acera de delante de la fachada de su restaurante. A continuación, se puso a barrer. –¡Uuuhaaa! –Carmen interrumpió su labor para soltar un bostezo, en tanto se estiró cual una felina. Se frotó con los puños los ojos tras dejar por un momento su escoba apoyada en la pared–. Trabajo y más trabajo… mis padres son unos inconscientes; ellos creen que encargarse de la cocina es lo único que importa para sacar adelante un restaurante. ¡¿Y lo demás qué?! ¿Quién vigila el puesto de queso helado? ¿Quién atiende las órdenes? ¿Quién limpia? ¿Quién tiene que llevar las cuentas a las mesas y cobrar? ¿Quién cuadra la caja? ¡No puedo hacerlo todo yo sola! ¡Ya estoy harta! Cielos, a este ritmo terminaré luciendo como una anciana a los veinte años… lo intentaré de nuevo. Sí, volveré a insistirles a mis padres para que contraten a alguien que me ayude. Vamos, que con una sola persona me será más que suficiente...
–¡Dios, ayúdame a convencer a los cabezas dura de mis padres! –Carmen elevó las manos al cielo.
Una vez terminó de limpiar, Carmen cogió el cubo y la escoba, y se metió a la casa, cerrando la puerta tras de sí. Llegó al patio que quedaba detrás de la cocina. En un pequeño almacén ubicado debajo de las gradas que daban al segundo piso, guardó la escoba y el balde. Dirigió la vista al cielo y soltó un largo suspiro. Interpuesto entre sus ojos y la vasta bóveda celeste, un cordel del que colgaban pedazos de carne cruda cruzaba el patio de un extremo al otro. –Qué remedio, esta es la vida que me ha tocado –Carmen volvió a suspirar, y a continuación subió las gradas que daban al segundo piso, en donde ella y sus padres vivían.
–¡Hija, te tenemos una sorpresa! –apenas Carmen abrió la puerta que daba acceso a la sala, se encontró con sus padres, quienes la esperaban sentados sobre un sofá.
–¿Una sorpresa? ¿De qué se trata, mamá? –Carmen preguntó. “Ojalá me digan que cerrarán el restaurante el día de hoy, por favor que sea eso…”, ella rogó para sus adentros.
–Desde hace mucho nos vienes insistiendo para que contratemos a alguien que te ayude en las labores del restaurante –habló su padre–. Tu madre y yo lo hemos discutido bastante, y hemos concluido que, si bien hasta el momento has cumplido muy bien con tu trabajo, la labor es muy ardua para una sola persona. Es por ello que nos hemos decidido a contratar a alguien para que te ayude…
–¡¿De veras, papá?! –Carmen se emocionó. Todo el sueño que tenía tras haberse levantado tan temprano se le esfumó de golpe. Tanto que había pensado sobre cómo hacer para que sus padres le hagan caso y por fin contraten a alguien, y ahora resultaba que antes de siquiera abrir la boca ellos ya le acababan de comunicar la buena nueva. “¡Hoy definitivamente es mi día de suerte!! ¡Por fin mi vida de Cenicienta se ha terminado!”, Carmen celebró para sus adentros–. ¡Gracias, papá, mamá, los amo!! –Carmen se lanzó a los brazos de sus padres y a ambos les brindó un fuerte abrazo.
–Por cierto –una vez Carmen se separó de sus padres, ella recién cayó en la cuenta de cierta cuestión–. ¿Cómo es esa persona que han contratado para que me ayude? ¿Es trabajadora? ¿Tiene buen trato? ¿Sabe del oficio?