Después de instalarme, mejor dicho de colocar mis cuatro cosas donde buenamente pude, en unos armarios
empotrados; y de refrescarme un poco por dentro y por fuera, me llamó mi primo:
Estaba cayendo la tarde y nos encaminamos a un bar con terraza cercano. Se llamaba “Blue Jean”. La terraza tenía unas mesas con unas sombrillas grandes sobre ellas. Aunque el sol estaba poniéndose hacia mucho calor. Allí estaba la “panda”: un grupo de chicos y chicas más o menos de nuestra edad, diecisiete, dieciocho, diecinueve. Me los fue presentando, unos estaban de pie, otros sentados. Siempre me fue difícil recordar el nombre de la gente que me presentan. Suelo tener buena memoria, pero para los nombres, no y menos cuando son ocho o diez a la vez. ¿Por qué se empeña la gente en poner nombres cortos a sus hijos?
Si uno se llama Hermenegildo pues no se te olvida. Te lo presentan y ya está, fichado de por vida. Y eso que yo poco puedo decir, Juan. Ni siquiera compuesto: Juan Luis, Juan Antonio, Juan Manuel, Juan Carlos. Mi padre se llamaba Juan y yo pues Juan también, para que pensar más. Mentalmente les puse apodos a todos, ¡para que aprender sus nombres si solo iba a estar una semana con ellos!. Los chicos me dieron la mano, aunque alguno la levantó sin chocarla, las chicas lo mismo, salvo una más cariñosa que me besó las dos mejillas con cierto ruido: Mua, Mua.
Alberto me cogió del brazo y me habló como en confidencia:
Sonia fue amable, me sonrió y me dio la mano. Pero
Noelia……..Ah Noelia. No se me olvidará: las miradas que los capos del campo de concentración de Auschwitz, dirigían a los judíos que iban a las cámaras de gas, eran un dechado de ternura, comparada con la que me echó Noelia. Más que echarme un vistazo, me lo arrojó. Levantó un poco la mano, como cuando los indios de las películas dicen :”How” y no se levantó de la silla. En un milisegundo, me miró, me sopesó y no encontrando nada interesante en mí, me ignoró y siguió hablando con su amiga Sonia y un tipo, al que llamaré Maciste que se les había acercado. El tal Maciste era una mala bestia , llena de músculos por todas partes. Explicaré antes quién era Maciste para que se hagan una idea. Maciste era un personaje de películas de romanos, que se hacían seriadas como Tarzán, Fu-Manchú o Fantomas. Era un tío cachas, que daba mamporros por todo el Imperio Romano a quién se ponía por el medio: Maciste y los gladiadores, Maciste y los Bárbaros, Maciste y las amazonas, fueron alguno de los títulos. El cachas tipo Maciste no tiene nada que ver con lo que vino después: Schwarzenegger y su fisoculturismo de
Mister Universo. Maciste era cachas pero no hipertrofiado como Arnold. Por eso, a aquel armario ropero de tres cuerpos y medio le apodé Maciste.
Como iba contando, balbuceé un :”¡Hola!¡que tal!”, que fue descendiendo de tono conforme me daba cuenta de que, a Noelia yo le importaba un pito. De tal forma que la última palabra casi ni se oyó.
Noelia era toda una belleza. Tenía una melena rubia fuego, acentuada tal vez por muchos días de exposición al sol, que llevaba suelta, de un lado a otro de la cabeza con una gracia como solo las niñas pijas de muy alta escuela saben hacer. Tenía unos ojos de color turquesa, eran azules pero luego se podía ver algún destello verde en el iris, grandes como dos soles en una cara ovalada perfecta, donde ningún rasgo se acentuaba mucho: nariz, pómulos, labios, barbilla: ni se escondía en ella . De su cuerpo, qué decir, tenía la carne justa en el sitio exacto, como lo pude comprobar más tarde cuando la vi en biquini. No sobraba ni faltaba nada. Aquella tarde llevaba una minifalda vaquera que dejaba ver una buena porción de dos piernas morenas interminables y rectas, que hacían volver la cabeza. Era esbelta, pero sin caer en una delgadez, que luego se pondría de moda entre las modelos de alta costura. Alta como yo, por lo menos, si no se ponía plataformas, si se las ponía más, claro. Debía estar entrenada en el deporte exigente de los mejores colegios de su ciudad, que luego supe, era Salamanca. Debía nadar como un delfín y jugar al tenis con elegancia pero con dureza si había que golpear a la bola con fuerza.
Tenía clase, mucha clase. No hacía un gesto de más, ni de menos. Todo en ella daba seguridad, naturalidad. No ponía caras tontas, como otras chicas de su edad, ni hacía aspavientos bobos. Hablaba en un tono suave y armonioso, sin gritar. Era una seductora, lo sabía y seducía toda ella. Su sonrisa podría fundir el hielo de un glaciar. Algunas de estas cosas las supuse y luego al averiguarlas las confirmé, pero no porque tuviera esa tarde un trato directo conmigo. Como ya he contado como fue su saludo, añadiré que no me dedicó ni una palabra ni una sonrisa. Nada. Yo la miraba a hurtadillas y a veces abiertamente, y saqué estas conclusiones. Era todo un portento. Pero me ignoró olímpicamente. Si ignorar a alguien fuera deporte olímpico, Noelia sería aquella tarde medalla de oro.