La escuela nunca había sido mi lugar favorito. Ni desde que me había aferrado al umbral de la puerta a los cinco con mi papá tirándome dentro para ir al jardín de infantes, o cuando la misma escena siguió ocurriendo hasta tercer o cuarto grado porque mi fuerza iba creciendo cada vez más. Los últimos años habían sido tolerables porque estaba rodeada de risas y personas que hacían mis días. Solo por eso había sido más llevadera.
El problema de toda estructura vieja es que nunca cambia en los recuerdos, ni en los buenos ni en los malos. Fue por eso mismo que la sorpresa que me llevé al ver a la vieja prisión -mi escuela- rodeada de alambres de púas y jeeps blindados fue espeluznante. Ni antes de huir había estado así. Me llenó de escalofríos pensar que mi hermana estaba ahí dentro.
Me terminé de acomodar los borcegos, tres talles más grandes que mi pie y más duros de lo que alguna vez había pensado, y metí el pantalón camuflado dentro de ellos. Mientras tanto, la señora Parker -quien reiteradas veces me pidió que la llamara Lisa- trataba de meter mi cabello alocado en un rodete y esconderlo debajo de un quepis militar.
Apenas pude acomodarme la musculosa gris dentro del cinturón, ella ya estaba empujando mis hombros para que me entrara la parte de arriba del uniforme.
—Vas a mantener siempre la cabeza agacha, no quiero que mires a nadie, intenta de mantener esta caja a la altura de tu rostro —me repitió por, más o menos décima vez, Lisa—. Ellos no van a dudar de ti si haces lo que te digo, siempre suelo traer cajas con mantas y galletitas para los niños. Es como lo mínimo que puedo hacer para alegrarles la estadía ahí dentro si no los puedo sacar.
Asentí, peleando con mis dedos para poder abotonar los botones.
—¿Y no van a usar los aparatos?
—Habrán avanzado con la tecnología, sin embargo, no mucho más con las limitaciones que siguen teniendo —respondió, ayudándome a emprolijarme lo más posible. Si me viera en el espejo probablemente me espantaría de mi misma por estar vestida así—. Los detectores son inútiles dentro del edificio, captan la energía de los niños y suenan como locos. No les sirve.
Lisa conocía mucho más de lo que había pensado. Escondiéndose detrás de una máscara donde pretendía apoyar a su marido públicamente, los soldados la respetaban a ella por el cargo de subteniente que ocupada su marido. Sabía sus movimientos, los tenía calculados y sabía hasta el último detalle que habría necesitado; donde estaban encerrado los jóvenes y que iban a hacer con ellos.
Apenas nombró que estaban a pocos días de llevárselos, me sentí aliviada de estar ahí mismo a tiempo.
Tuve que deshacerme de mi mochila, no iba a poder cargarla con el atuendo puesto. Así que en uno de los amplios bolsillos metí los pedazos de las fotos, Lisa habiéndola arreglado ella con una cinta y devuelto, lo que tenía de dinero y del otro lado pude meter con cuidado la cajita de los anillos. Después no había nada más que pudiera cargar. Una vez puesto el uniforme, por el reflejo de uno de los vidrios del auto no me pude reconocer. En los ojos de cualquier anómalo, con el material camuflado en toda prenda sobre mí, yo era el enemigo. Tenía que aparentar ser del bando contrario para escabullirme dentro, y no había mejor escondite que debajo del ala de alguien en quien confiaban. Solo esperaba no ponerla en peligro a ella después.
Me convenció a que esperáramos a las primeras horas de la mañana, y por más que encontré razón en sus palabras más que nada por todo lo que había planeado para mí, sabía que eso significaba que los otros dos en casa tuvieran el tiempo suficiente para darse cuenta de donde estaba y qué había ido a hacer. Los conocía bastante como para saber que mis papás no iban a convencerlos de que se quedaran ahí.
El reloj de la camioneta gris marcó las seis y media de la mañana cuando nos encontramos dentro del estacionamiento, y yo no pude sacar mis ojos de lo que le habían hecho a mi vieja escuela. Ya antes era tétrica y aburrida, ahora simplemente podía compararle con solo un lugar que había estudiado sobre la Segunda Guerra Mundial. Se me heló la sangre en solo pensar en esa similitud.
Me bajé del auto, ni mi sombra reflejándose en el asfalto para que nadie me viera, y Lisa sacó la caja del auto con cuidado antes de cerrar la puerta. Me señaló con la cabeza que la siguiera, mis pasos silenciosos detrás de ella hasta poder esconderme entre otros jeeps y por fin volverme visible para simular un reciente encuentro frente a miradas ajenas.
Le sonreí y tendí mis brazos para que dejara la caja, y una vez que la aferré contra mi pecho y levanté más cerca de mi rostro, seguí con cuidado sus pasos hacia la entrada. No sabía decir que iba más rápido, si mi corazón o cualquier tipo de peor escenario corriendo por mi mente. La respuesta pareció quedarse atorada cuando llegamos a los primeros escalones y otros soldados se encontraban parados a cada lado de la puerta.
Extrañamente para mí, sonrieron.
—Buenos días, señora Parker —dijo uno de ellos, una voz bastante joven que reconocí como alguien que podría tener mi edad—. ¿Otra vez trayendo más cosas dulces y abrigo?
Lisa juntó sus manos frente a su falda, una sonrisa dulce en su rostro.
—Siguen siendo niños después de todo —fue lo único que respondió—. Tratemos de hacer que comprendan lo que están haciendo.
De no ser que sabía sobre su falsedad, le hubiera partido la cabeza con la caja. El soldado asintió con ella, hipócritamente estando de acuerdo, y quiso acercarse a ver que era lo que llevaba dentro. Más allá que sí había cosas dulces y mantas de abrigo, que se acercara significaba que iba a poder verme el rostro. Tragué en seco y bajé más la mirada para que no me mirasen el rostro.
A mi favor, la abrieron para sacar un paquete que parecían ser unas de chocolate y le sonrió medio infantil antes de volver hacia la puerta y abrirnos.