Supernova: Plaga Mortal

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Los días pasaban tan rápido como cuando una persona disfruta un momento que, sin poder controlarlo, se escapa fugazmente del presente para convertirse en un recuerdo que se queda en el corazón. Sin pensarlo, habíamos creado lo que podría llamarse una rutina diaria que seguíamos casi al pie de la letra como si, de alguna manera, todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para seguir una serie de pasos desde el momento en el que abríamos los ojos para el inicio de un nuevo día hasta que, a duras penas, conciliábamos el sueño en esas noches increíblemente gélidas.

La persona que se encargaba de despertar a los demás era, normalmente, yo mismo. No era una acción que hiciera por gusto propio, ya que me levantaba demasiado temprano debido a la angustia que mi corazón sentía hacia cualquier sonido que viniera del exterior; no cargaba encima con mi arma a todas horas porque me gustara el estilo, sino porque necesitaba tener la seguridad de que podría reaccionar a una emergencia. A pesar de que las ventanas de la recámara estaban cubiertas, hasta el más tenue rayo de sol que se lograba filtrar por debajo de esa cobertura era suficiente para poner alerta a todo mi sistema nervioso y, por consiguiente, levantarme de mi ligero sueño que, siendo sinceros, no me llenaba con la energía que me gustaría tener. Al levantarme, me dirigía silenciosamente al baño para darme una ducha, de la cual no tenía ni la más mínima idea de cuándo dejaría de abastecernos de agua para limpiarnos, y proseguía a cambiarme la ropa para ir hacia la cocina y preparar algo de comer con todas las provisiones que teníamos en la alacena, pero que no iban a durar para siempre. El aroma del desayuno recién hecho, casi siempre, despertaba al olfato inhumano de mi hermana y, por consiguiente, ella asistía a Valeria para desprenderse del mundo de los sueños y poner los pies en la realidad. Todos desayunábamos casi a la misma hora gracias a mi estado constante de alarma que no me dejaba estar dormido mientras hubiera rayos de sol en el ambiente. Después de eso, cada quién tomaba una actividad durante el resto del día hasta que, por el flujo normal del tiempo, la noche caía y minimizábamos el movimiento dentro del hogar para evitar algún ruido innecesario que pudiera llamar la atención de lo que estuviese afuera. Paulina regresaba a su habitación y se ponía a leer todos los libros que jamás leyó por simple pereza y que, posiblemente, ahora debía de revisar para poder evadir el aburrimiento de estar encerrada. Valeria se dedicaba a realizar una limpieza general a las diferentes recámaras ya que, en sus propias palabras, «no podemos vivir en una pocilga si nuestro objetivo es aguantar hasta que se nos ocurra algo para ir a la base militar»; cuando terminaba, acompañaba a mi hermana a leer los libros que ella ya había leído o, en repetidas ocasiones, se ponían a hablar alegremente sobre cosas de chicas que no entiendo en lo absoluto. Por mi parte, me dedicaba a estar todo el día en el cuarto de nuestros padres y, con gran agudeza, revisaba todo lo que ocurría allá afuera para que, de alguna manera, pudiéramos idear alguna estrategia con toda la información que obtenía.

Mi metodología era muy simple, pero posiblemente era el único que estaba siendo de utilidad en la casa para poder irnos de ahí. Todo lo que llegaba a observar con mis ojos era anotado con gran rapidez en una libreta desgastada que me encontré entre unos cajones en los primeros días de nuestra autoexclusión del mundo. Creo que no habían pasado demasiadas fechas en el calendario, pero la cantidad de información que había podido conseguir de lo que rondaba fuera de la casa era colosal. Por ejemplo, me di cuenta de que los tóxicos, nombre que les di a todos esos monstruos para facilitar mi comprensión, podían llegar a tener diferencias muy visibles en sus respectivas formas de actuar. Me di la libertad de clasificar a los tóxicos en dos categorías que, después de varios análisis que me costaron varias horas de pensamiento intenso y algún que otro dolor de cabeza, pude considerar como mi investigación privada de la que me sentía orgulloso: los tóxicos normales y los tóxicos especiales.

Para mí, los tóxicos normales eran todos esos monstruos que tenían la anatomía idéntica a un ser humano, posiblemente porque lo fueron, pero que ahora eran solamente depredadores agresivos en busca de vida para devorar y que se la pasaban deambulando por las calles, y en algunas casas, sin algún destino en particular. Eran exactamente iguales a esos monstruos que aparecen en algunas películas de terror que, normalmente, se creaban por alguna epidemia o virus, aunque yo no estaba muy seguro sobre si eso era exactamente lo que ocurría con estos tóxicos. Aunque es cierto que su forma de andar, su aspecto físico, su agresividad, y cualquier otra característica era muy parecida a esos entes ficticios, había algo que no me llenaba totalmente. Era como si mi cabeza necesitara la explicación exacta sobre el origen de esos tóxicos para poder aclarar totalmente mis ideas. Sea como sea, debo admitir que sí daban demasiado miedo por el conjunto de perversos atributos que formaban parte natural de ellos; aún recuerdo cómo aniquilaron al pobre perro aquel día.




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