El cambio de altura que aquella plataforma realizaba con cada metro que avanzaba me provocó una sensación muy parecida a la de un ligero mareo, pero no era nada de qué preocuparse. Después de todo, yo ya estaba acostumbrado a experimentar este tipo de emociones cuando mi cuerpo se sometía a cambios bruscos de altura; como cuando íbamos en familia a las montañas rusas de los parques de diversiones y yo no soportaba subirme a más de una de esas atracciones al día porque, de lo contrario, terminaría expulsando todo el contenido gástrico que se encontrara en mi estómago. La metrópolis subterránea se veía hermosa entre más lejos nos encontrábamos de ella gracias a la superficie transparente de las paredes que nos permitía ver el exterior. Las luces de aquella ciudad le daban una vitalidad tan impresionante que, si no fuera por esta oferta de la misión con los Supernova, yo ya me encontraría recorriendo esas calles con gran fascinación.
— ¿Sabes algo de Ismael Delori? —preguntó Paulina. Por unos momentos no entendí muy bien de quién estaba hablando, pero luego pude comprender lo que quería decir— Recuerdo que así se llamaba un coronel de la base militar de Yinfa.
— ¿Cómo lo conoces? —expresó Nicolás con cierto asombro.
— Salió en las noticias el primer día que todo esto empezó —respondí, recordando varios detalles—. Se supone que ese hombre fue el que mantuvo una breve charla con una empresa de telecomunicaciones para avisarle a las personas que la base militar tenía las puertas abiertas para quienes lograran llegar.
— Oh, comprendo —dijo Nicolás al pensar unos segundos—. Pues sí, podría decirse que conozco a esa persona. Actualmente está ocupando un puesto algo importante en el parlamento gubernamental que se construyó en la metrópolis subterránea, lo cual lo ha convertido en una especie de autoridad ante la sociedad que vive aquí; es quien está al mando de todo. Sin embargo, si me pides mi opinión, Ismael Delori me causa muchísima desconfianza, aunque no estoy seguro del por qué. Es como esas ocasiones cuando sabes que su mirada tiene algo que te incomoda y que sabes que no puedes confiar en él.
— Pues para ser un servidor público debe de irradiar cierta confianza, ¿no? —preguntó Pau.
— No lo creo, al menos no en él. La gente lo ve como autoridad porque es de los hombres más fríos y metódicos que ocupan un puesto jerárquico alto, algo así como Enzo. La diferencia con Ismael es que lo que aporta no se basa en alguna esperanza para la humanidad, sino en torturar e infundir miedo a los rebeldes.
— Supongo que los rebeldes son las personas que no están de acuerdo con el sistema gubernamental, ¿verdad? —manifestó mi hermana.
— Podría decirse que estás en lo correcto —respondió Nicolás—. Los rebeldes se encargan de crear revueltas y expandir información falsa sobre el trabajo del gobierno y cualquiera que esté apegado a él, como el ejército. Normalmente estos rebeldes están conformados por gente que ha quedado rezagada en los extremos de la metrópolis y que no viven una vida del todo fácil, además de algunos labradores inconformes del exterior. No se le puede dar gusto a todo el mundo cuando tus recursos son limitados.
— Se ve como un gran problema —empecé—. No creí que algo así también fuera capaz de surgir en una sociedad escondida que está tratando de recuperarse de lo que pudo haber sido la extinción de la humanidad.
—Al principio no era así —afirmó Nicolás—. Todo este asunto de los rebeldes apareció hace muy poco tiempo, pero no entendemos la verdadera razón del por qué. Actualmente consideramos que estas personas son meramente ciudadanos perezosos que quieren ver su vida resuelta por el gobierno sin mover un solo dedo y, por consiguiente, el equipo militar de Ismael Delori los tiene identificados como una amenaza para la sociedad.
— Pero torturar gente es una práctica un poco extrema, ¿no crees? —cuestionó Pau.
— Creo que muchos pensamos así —respondió Nicolás—, pero la mayoría está a favor de Ismael y, por esto, le tienen miedo y respeto. La gente sabe que ese hombre es capaz de matar una gran cantidad de personas con la finalidad de preservar la calma y el orden sin sentir el mínimo remordimiento.
— No me lo imaginaba de esa manera —murmuré.
— ¿Quién podría? —expresó mi hermana al mirarme, como si me hubiera escuchado.
— ¿Cuánta gente vive aquí abajo, Nicolás? —pregunté con curiosidad.
— Es una buena pregunta —se quedó pensando unos segundos—, yo diría que varios miles de habitantes. Tal vez más de cien mil… ¡Yo no llevo los censos, no tengo idea!
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Editado: 10.07.2019