El lago dormía en calma bajo una luna llena que parecía arder solo para nosotros.
Acampábamos en lo alto, lejos del mundo, rodeados por la música suave del agua
y el murmullo de la brisa nocturna.
La fogata chispeaba y nuestros cuerpos, poco a poco, se acercaban
como dos versos que sabían que habían sido escritos para encontrarse.
Tus labios buscaron los míos
y el beso fue el inicio de una tormenta dulce.
Tus manos firmes se enredaron en mi cabello, como si quisieras detener el tiempo.
Con tu izquierda me guiabas,
y con tu derecha deslizabas lentamente mis secretos.
El sostén cayó como un suspiro entre los dos.
El vestido... no necesitaba palabras para irse.
La hierba nos recibió como amantes antiguos.
Hicimos el amor con la pasión de los que se han soñado mil veces antes de tocarse.
Tus movimientos eran poesía en estado puro,
y yo era melodía entre tus brazos.
No existía el pasado ni el futuro:
solo tú, yo, la luna, el lago...
y este amor salvaje que nos pertenece.
Despertamos con el alba acariciando la piel,
el lago aún cubierto de un velo de niebla suave.
Tu brazo rodeaba mi cintura como promesa dormida,
y tus ojos, al abrirse, volvían a elegirme sin decir palabra.
Mi cuerpo aún guardaba el eco de tu fuego,
y tu pecho era un refugio donde quería quedarme.
Las brasas morían lento, pero lo nuestro ardía más,
como si cada centímetro de ti fuera destino.
Desayunamos silencios y miradas profundas,
con el café tibio entre risas que sabían a eternidad.
Tu guitarra habló antes que nosotros,
y en sus cuerdas sonaba todo lo que no hacía falta decir.
Después, nos montamos en “La Loba” y seguimos el camino,
con el viento en la cara y tu mano en la mía.
Éramos dos salvajes domando la vida,
dos locos que creen que el amor se puede escribir con ruedas y besos.