Hay un rey en mí
con corona de orgullo
y trono de “yo puedo solo”.
Un conquistador interno
que quiere torres, poder,
aplausos, nombres tallados en piedra.
Pero ese rey...
se olvida de mirar al cielo.
Se cree el dios del día
y olvida que el sol no es suyo.
Entonces Dios lo quiebra.
No para destruirlo,
sino para recordarle de dónde viene.
Lo manda a comer hierba,
a dormir con bestias,
a perder la razón...
hasta que se le ablande el alma.
Y cuando por fin
levanta los ojos al cielo,
no ve tronos…
ve gracia.
No ve poder…
ve propósito.
No ve imperio…
ve un Padre.
Y ahí el Nabucodonosor que llevo dentro
se arrodilla,
llora,
agradece…
y nace de nuevo.
Porque el que se reconoce polvo,
Dios lo hace fuego.
Y el que se rinde con fe,
camina con gloria.