Susurros de Fuego y Hielo

Prólogo

Dicen los ancianos que, antes de los reinos, antes incluso de la palabra, el mundo respiró por primera vez.
Su aliento fue fuego, su pulso fue tierra, su llanto fue agua y su primer suspiro, aire.
De esa respiración nació Elarion, el mundo donde los elementos tenían voz, voluntad y memoria.

Durante eras, los cuatro dominios coexistieron en equilibrio:
El Fuego, guardián de la pasión y la vida.
El Hielo, custodio del tiempo y la calma.
El Aire, mensajero de la libertad y el pensamiento.
La Tierra, madre del crecimiento y el renacimiento.

Pero toda armonía es un susurro frágil frente al deseo.

Los elementos, conscientes de su poder, empezaron a reclamar soberanía sobre los otros.
El Fuego, en su orgullo, quiso consumir al mundo para sentirlo suyo.
El Hielo, temeroso del caos, buscó detenerlo todo, congelar el tiempo en una quietud eterna.
Y así comenzó la Primera Guerra Elemental, cuando el cielo se tiñó de brasas y la tierra se quebró bajo el peso de los truenos.

Durante cien años, las llamas y las ventiscas danzaron en batalla.
Los mares hirvieron. Las montañas se partieron.
Y los pocos mortales que existían entonces —los hijos de la Tierra— se ocultaron bajo las ruinas del mundo.

Cuando la destrucción amenazaba con borrar toda forma de vida, surgió una figura nacida de los cuatro elementos: Elar, el Primer Equilibrio.
No fue dios ni mortal, sino el eco vivo de la armonía perdida.
De su voz nació el Pacto Elemental, un juramento que detuvo la guerra a cambio de un precio terrible:
que los elementos jamás volvieran a mezclarse en un solo ser.

Cada dominio se ocultó entre los humanos, formando clanes secretos:

  • El Clan del Fuego, en las entrañas de los volcanes, herederos de la pasión y la destrucción.
  • El Clan del Hielo, en los desiertos blancos del norte, guardianes del silencio y la paciencia.
  • El Clan del Aire, en las montañas y ciudades altas, maestros del pensamiento y la velocidad.
  • El Clan de la Tierra, bajo las raíces del mundo, protectores de lo que crece y muere.

El Pacto fue sellado con sangre y magia.
Y durante mil años, los clanes vivieron ocultos, vigilando a los humanos desde las sombras, jurando nunca cruzar los límites del equilibrio.

Pero las promesas de los elementos son como los vientos: cambian de dirección con el tiempo.

Pasaron siglos. Los clanes crecieron, mezclaron su linaje con los humanos, y con el tiempo olvidaron la voz de Elar.
Solo los líderes conservaban los libros antiguos, las marcas y los juramentos.
Sin embargo, una profecía persistió en cada clan, como una espina bajo la piel:

“Cuando el fuego bese al hielo, el mundo temblará.
Y de su unión nacerá la ruina… o la salvación.”

Los sabios discutieron su significado, pero todos coincidían en algo:
la fusión de dos elementos opuestos traería la caída del equilibrio.
Por eso, los clanes juraron exterminar a cualquier criatura híbrida.
Y cuando los primeros niños nacieron con sangre mezclada, fueron llamados aberraciones.
Algunos ardieron antes de cumplir un año; otros, simplemente desaparecieron.

Hasta que, en la víspera de la Segunda Era, el cielo se cubrió de fuego azul.
Los videntes del Hielo hablaron de un presagio:
una niña nacería con la llama en el corazón y la escarcha en la piel.
Sería la encarnación del Pacto roto… y el fin de los clanes.

En el límite entre los territorios de Fuego y Hielo, una mujer humana lloraba bajo una tormenta de ceniza.
Su nombre era Selene Vega, una sanadora exiliada por amar a un guerrero del Clan del Fuego.
Su hijo, Darian, había muerto en batalla años atrás, y ella había jurado no volver a amar.

Pero el destino, caprichoso, puso en su camino a un hombre de ojos plateados y manos tan frías como la nieve:
Kael de Lumeris, capitán del Clan del Hielo.

De su unión secreta nació Ailén.
El día que vio la luz, el volcán de Rhaegis rugió y el lago Helmir se congeló por completo.
El cielo se partió entre relámpagos rojos y blancos, y los clanes entendieron:
el equilibrio había sido roto.

Selene escondió a su hija entre los humanos, temerosa de que la descubrieran.
Sabía que los clanes no permitirían que viviera, y que su amor con Kael sería castigado con la muerte.
Esa noche, antes de separarse, ambos colocaron sobre la cuna de Ailén un medallón con dos mitades:
una llama grabada en obsidiana, y una gota de hielo incrustada en cristal.
Las uniones prohibidas siempre dejan rastros.

Durante años, el mundo guardó silencio.
El fuego siguió su curso, el hielo durmió en los polos, y los humanos siguieron ignorando las guerras invisibles que se libraban bajo sus pies.
Pero en las noches más frías, cuando el viento soplaba sobre las ciudades, se decía que podían oírse los susurros del fuego llamando al hielo.

Eran voces antiguas, restos de una guerra que nunca terminó.
Voces que esperaban el renacer del híbrido, del alma destinada a restaurar o destruir el equilibrio.

Y cuando Ailén cumplió diecinueve años, el fuego despertó.

El amanecer se alzó sobre la ciudad como una herida abierta.
Las nubes eran brasas apagadas, y el aire olía a lluvia y a metal.
Ailén Vega caminaba entre la multitud con la sensación persistente de no pertenecer a ningún lugar.
Era una estudiante más, invisible entre los cuerpos que se apresuraban a sobrevivir a otro día gris.
Pero dentro de ella, algo no dormía.




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