Susurros de Fuego y Hielo

CAPÍTULO 1 — El fuego bajo la piel

El reloj marcaba las siete de la mañana cuando Ailén Vega despertó sobresaltada.
Había soñado con fuego otra vez.
Siempre era el mismo: un mar de llamas azules que la envolvía sin quemarla, y una voz —su voz— que le susurraba desde el centro del incendio:
“Despierta.”

Abrió los ojos y lo primero que vio fue el techo descascarado de su pequeño departamento en la zona vieja de la ciudad.
El mismo lugar donde llevaba exactamente un año intentando fingir que era normal.

El despertador vibró una vez más, insistente, hasta que lo golpeó con la mano.
Se sentó en la cama, el cabello enredado, la respiración aún agitada.
En el espejo frente a ella, el reflejo mostraba un detalle que odiaba ver:
su piel estaba cubierta por un leve resplandor, casi invisible, como una neblina de calor mezclada con escarcha.

Lo frotó con rabia, como si pudiera borrarlo.
No desapareció. Nunca desaparecía del todo.

Suspiró, se levantó, y caminó hacia la ventana.
La ciudad seguía igual que siempre: ruido, humo, gente que no miraba a nadie.
Nadie sospechaba que, bajo esas calles, había templos antiguos, clanes ocultos y pactos rotos que mantenían el mundo en equilibrio.
Y nadie, salvo ella, sabía que ese equilibrio estaba a punto de quebrarse.

Ailén fingía ser una más.
Una estudiante de arte con trabajos temporales, una chica tranquila que tomaba café barato y evitaba los espejos.
Pero cada noche, cuando el sueño la atrapaba, sentía el fuego arder bajo su piel.
Y cada amanecer, un susurro regresaba.

“No puedes escapar de lo que eres.”

El primer día del invierno llegó con una helada extraña.
La televisión hablaba de “fenómenos climáticos sin explicación”: incendios espontáneos, tormentas de hielo en pleno centro, fallas eléctricas inexplicables.
Ailén apagó el televisor sin escuchar el resto.
Sabía que no eran accidentes.
Los clanes estaban moviéndose.
Y si lo hacían, era porque la estaban buscando.

Desde aquella noche en la azotea, Darian había desaparecido.
Sin despedida, sin explicación.
Solo el recuerdo del calor de su mano, el fuego que la había salvado… y la mirada que la había marcado para siempre.

Ailén había aprendido a odiar ese recuerdo.
El fuego y el hielo dentro de ella parecían dormir, pero nunca del todo.
A veces, al enojarse, la lámpara del cuarto explotaba.
A veces, al llorar, el agua del lavabo se convertía en cristales.
Había dejado de creer en la normalidad hacía mucho tiempo.

Pero esa mañana, al salir a la calle, algo cambió.
El aire olía a humo.
Y no al humo de los autos o las fábricas: era más denso, más vivo, como si alguien hubiera encendido una antorcha en mitad del viento.

Se detuvo en seco.
El suelo bajo sus pies vibró apenas, un temblor casi imperceptible.
El fuego bajo su piel respondió de inmediato, como un latido acelerado.

“Él está cerca.”

La voz interior —esa mezcla de fuego y hielo que a veces hablaba dentro de ella— le erizó la piel.
Miró a su alrededor: la calle estaba llena, la gente seguía caminando.
Pero entre la multitud, sintió una presencia.
Una energía antigua, ardiente, contenida.
Una energía que conocía demasiado bien.

Darian.

Era imposible.
Había pasado un año.
Pero el fuego no mentía.

Ailén corrió hacia la esquina, entre los cuerpos, intentando no pensar.
El viento sopló con fuerza, trayendo olor a ceniza.
Entonces lo vio.

De pie, junto a una moto negra, con el abrigo oscuro agitándose al viento.
El mismo cabello revuelto, los mismos ojos dorados.
Solo que ahora había algo diferente en ellos.
Más sombras, menos humanidad.

Él también la vio.
Y durante un instante, el mundo se detuvo.

Ninguno habló.
El ruido de la ciudad se volvió un zumbido distante.
El fuego y el hielo dentro de Ailén se agitaron violentamente, como si quisieran liberarse.
Su corazón latía demasiado rápido.

Finalmente, Darian se acercó.
—Sigues viva. —Su voz era grave, como siempre, pero algo en ella sonaba… herido.
—Lástima, ¿no? —respondió ella, más fría de lo que se sentía.

Él arqueó una ceja.
—Creí que sabrías disimular mejor.
—Creí que sabrías no aparecer después de desaparecer.

El silencio entre ambos fue tan cortante que el aire pareció helarse.
Darian dio un paso más.
—Te están buscando.
—¿Quiénes?
—Todos. Los clanes del hielo, del fuego, y ahora también el aire.

Ailén apretó los puños.
—¿Y por qué te importa?
—Porque si te encuentran antes que yo, morirá mucha gente.

El fuego en su pecho respondió con un estallido.
La farola junto a ellos se encendió sola.

Darian la miró con una mezcla de advertencia y… fascinación.
—No tienes control.
—No tengo por qué tenerlo.

Él suspiró.
—Sí lo tienes. Pero no quieres admitirlo.
—¿Y tú qué sabes?

—Sé lo que eres, Ailén.
—No, Darian. —Sus ojos brillaron con un tono glacial—. Sabes lo que temen que sea.

Un grupo de personas cruzó la calle entre ellos, rompiendo la tensión por un instante.
Cuando el flujo se despejó, Darian extendió una pequeña esfera metálica del tamaño de una moneda.
Tenía grabado el símbolo del fuego entrelazado con hielo.

Ailén frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Un sello de rastreo. Lo encontré en tu puerta.
—¿Me están rastreando?
—Desde hace semanas.
—¿Y cómo sabes eso?

Darian la miró sin pestañear.
—Porque fui yo quien lo colocó.

Ailén se quedó helada.
—¿Qué?
—Tenía que saber si estabas viva. —Su voz era firme, sin rastro de culpa.
—¿Me espiaste? —La ira le subió al rostro. El calor comenzó a subirle por las venas.
—Te protegí.
—No te atrevas a—




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