Susurros de Fuego y Hielo

CAPÍTULO 4 — La Llama Blanca

Durante tres días, el cielo no volvió a ser el mismo.
Sobre las ruinas de Helmir, una aurora azul y roja se extendía de horizonte a horizonte, como si el propio firmamento recordara lo ocurrido.
Los humanos la llamaron la tormenta de luces; los clanes, el renacimiento del fuego.

En las montañas del norte, el Clan del Hielo observaba el fenómeno desde su fortaleza.
El consejo menor se había reunido en el salón de cristal.
El suelo temblaba bajo sus voces contenidas.

—La híbrida vive —dijo uno de los capitanes.
—Y la Reina la dejó ir —añadió otro, con amargura.
Un tercero golpeó la mesa con el puño enguantado de escarcha.
—La unión de los contrarios destruye el orden. ¡Debemos convocar la guerra!

La puerta se abrió con un suspiro helado.
La Reina del Hielo entró, envuelta en un velo de nieve.
—No habrá guerra.
—¡Pero, mi Reina…!
—El equilibrio ha hablado. La Llama Blanca no puede ser destruida; solo comprendida.
Su voz era tan firme que hasta el hielo pareció ceder.
Nadie se atrevió a replicar.

En el corazón del desierto, el Clan del Fuego ardía de inquietud.
Los altos hornos rugían, reflejando en las paredes las figuras de los ancianos reunidos.
Un mensajero entró corriendo.
—El fuego se volvió azul —dijo—. En todas las forjas.

Los ancianos se miraron unos a otros.
—El Fuego Antiguo ha despertado —susurró el más viejo—.
—¿Y el portador?
—Kael no… —dudó otro—. No, no puede ser él.
El anciano levantó la mirada, los ojos encendidos.
—No. Es ella.

En las montañas altas, el Clan del Aire celebraba.
Aeris Thane, de pie sobre un risco, miraba las corrientes que se formaban alrededor de la aurora.
El viento susurraba su nombre.
—Ailén.
Por primera vez en siglos, el aire sonaba esperanzado.

Y bajo las raíces del mundo, el Clan de la Tierra despertó de su letargo.
Los druidas emergieron de las cavernas, cubiertos de polvo y musgo.
—El ciclo se repite —dijo el mayor—. Donde hubo fuego y hielo, ahora germina vida.
Sus manos tocaron el suelo, y de la roca brotaron brotes verdes, cálidos al tacto.
—El equilibrio renace.

Mientras tanto, en las ruinas de Helmir, Ailén dormía.
La luz que irradiaba su cuerpo había disminuido, pero seguía latiendo bajo la piel, como un corazón que no necesitaba sangre.
Darian la vigilaba desde el umbral, sin apartar la vista.
Cada respiración de ella parecía incendiarle el alma.

Elyra se acercó en silencio.
—El mundo ha cambiado.
—Y ella con él —respondió Darian.
—La Llama Blanca no pertenece a un clan. Es todos los elementos a la vez.
—Entonces el Consejo vendrá por ella otra vez.
—No esta vez —dijo Elyra—. Esta vez vendrán a suplicar.

Ailén abrió los ojos.
La aurora azul y roja se reflejó en sus pupilas.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
—Ganaste —susurró Darian.
Ella negó despacio.
—Nadie gana cuando el mundo sangra por dentro.

El silencio los envolvió.
Fuera, el viento llevó un nuevo susurro a través de las ruinas:

“Cuando la Llama Blanca despierte, los dioses volverán a mirar.”

Darian alzó la vista hacia el horizonte.
Y comprendió que el verdadero peligro aún no había comenzado.

Las ruinas de Helmir ya no dormían.
Donde antes había silencio, ahora soplaban vientos nuevos: voces, pasos, presencias.
Mensajeros de todos los clanes cruzaban el umbral de piedra, atraídos por la aurora que todavía brillaba sobre el cielo.

Elyra los recibió con la calma de quien conoce el peso del tiempo.
A su lado, Ailén y Darian esperaban.
El fuego de él y la luz azul de ella formaban un mismo resplandor que iluminaba el círculo central.

Los primeros en llegar fueron los del Clan del Aire.
Aeris encabezaba la delegación.
Se inclinó apenas ante Ailén.
—El viento no se arrodilla, pero reconoce a quien trae movimiento. —Le sonrió con ese humor tranquilo que solo él tenía.— Mi clan ofrece sus alas.

Después llegaron los druidas de la Tierra.
Sus túnicas estaban manchadas de barro, pero sus ojos reflejaban una sabiduría antigua.
—Tú despertaste la semilla —dijo su líder, colocando una mano sobre el suelo—. La Tierra respira contigo.
La hierba brotó entre las grietas, verde por primera vez en siglos.

Por último, el aire se congeló: el Clan del Hielo apareció en el borde del santuario.
Ailén sintió su pulso volverse lento.
La Reina caminaba al frente, sin escolta.
No llevaba armas.
Solo el peso de la historia.

—No vengo a reclamarte —dijo, al detenerse ante Ailén—. Vengo a ofrecer un pacto nuevo.
Darian se tensó.
—¿Qué clase de pacto?
—El que evite que el fuego y el hielo vuelvan a enfrentarse. —La Reina bajó la mirada—. Si la Llama Blanca nos acepta, el Consejo se disolverá.

Elyra alzó una ceja.
—¿Disolverse?
—El equilibrio ya no necesita guardianes. —La Reina miró a Ailén—. Nos necesita humildes.

Ailén no respondió de inmediato.
Miró a su alrededor: fuego, hielo, aire, tierra… todos allí.
Por primera vez, los cuatro elementos coexistían sin atacarse.
El aire olía distinto, más ligero.
El fuego no ardía; respiraba.
El hielo no dolía; calmaba.

—El equilibrio no es obediencia —dijo finalmente—. Es elección.
Los clanes asintieron, uno a uno.

Solo Darian permaneció inmóvil.
—¿Y si te equivocas, Ailén? ¿Si los dioses que dormían despiertan al sentir tu poder?
Ella lo miró con una serenidad que lo desarmó.
—Entonces aprenderán a temer lo que crearon.

Esa noche, los fuegos de Helmir ardieron sin quemar.
Los clanes compartieron historias y promesas alrededor de la luz azul y blanca que salía del corazón de Ailén.
Pero mientras todos dormían, Darian permaneció despierto.
Miraba el resplandor de la Llama Blanca reflejarse en su piel.
Y por primera vez, sintió miedo.




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