El amanecer trajo silencio.
Demasiado silencio.
Las ruinas de Helmir, que durante días habían latido con la luz de los cristales, ahora estaban quietas.
Ni el viento se atrevía a soplar.
Ailén se levantó lentamente, sintiendo un peso extraño en el aire.
El resplandor azul bajo su piel había perdido intensidad; en su lugar, una sombra ligera se extendía desde el centro de su pecho.
—Algo cambió —murmuró.
Darian la observó, inquieto.
—¿Dolor?
—No. —Ella miró su mano, donde la luz y la sombra se mezclaban como tinta en el agua—. Es como si… alguien más respirara conmigo.
Elyra descendió desde la torre.
Su rostro, siempre sereno, ahora estaba tenso.
—Los clanes están inquietos. El poder que liberaste despertó fuerzas dormidas.
Aeris apareció segundos después, trayendo malas noticias en el viento.
—El hielo se fractura. Los suyos no aceptan el pacto. Dicen que el fuego los traicionó al aliarse contigo.
—¿Y el fuego? —preguntó Darian.
—Se divide también. Hay quienes te siguen, y otros que creen que eres la causa de su decadencia.
Ailén apretó los puños.
—Todo lo que intentamos unir se está rompiendo otra vez.
Elyra asintió con gravedad.
—Así ocurre cuando el corazón del mundo late demasiado fuerte. Cada nota hace vibrar también la discordia.
El suelo tembló.
Uno de los cristales cercanos se resquebrajó y de su interior brotó humo oscuro.
El vapor se elevó al cielo y adoptó forma: una sombra sin rostro, con ojos de fuego apagado.
Ailén retrocedió, instintivamente.
—¿Qué es eso?
—La otra cara de la Llama Blanca —dijo Elyra—. Toda luz crea su eco.
La sombra habló con voz hueca, más antigua que las palabras.
—Tú abriste la puerta. Ahora el corazón late, y yo soy su sombra.
El aire se volvió denso.
Darian encendió su fuego, pero la sombra no reaccionó al calor.
Aeris intentó dispersarla con viento, sin éxito.
Elyra retrocedió, sus ojos brillando de advertencia.
—¡Ailén, no la toques!
Demasiado tarde.
El humo se deslizó hacia ella como un espejo líquido.
Ailén sintió un tirón en el pecho, como si su alma fuera arrancada de su cuerpo.
Darian la sujetó antes de que cayera.
—¡Ailén!
Ella abrió los ojos.
Por un segundo, su mirada ya no era azul ni dorada: era negra.
La sombra sonrió a través de su voz.
—No temas. No vengo a destruirte. Vengo a completarte.
Y desapareció, disolviéndose en su piel.
Horas después, el sol cayó sobre un Helmir silencioso.
Ailén dormía, exhausta, mientras Elyra, Darian y Aeris discutían en voz baja.
—Esa entidad… ¿puede controlarla? —preguntó Aeris.
—No aún —respondió Elyra—. Pero la siente dentro de sí. Es parte de ella ahora.
—Entonces no hay equilibrio, solo otra guerra.
—Quizás no —dijo Darian, mirando a Ailén—. Tal vez el equilibrio sea aprender a vivir con la sombra.
Elyra lo miró en silencio.
—O morir por ella.
Cuando Ailén despertó, la noche había caído.
Todo estaba tranquilo.
Demasiado tranquilo.
El fuego a su alrededor dormía, pero el aire olía a tormenta.
Se levantó, caminó hasta el borde del santuario y miró hacia el norte.
En el horizonte, una grieta oscura se extendía en el cielo, como si la aurora se hubiese roto.
Y desde esa grieta, algo la observaba.
—Ya te oigo —susurró—. No dejaré que me domines.
La sombra respondió dentro de su mente, con una voz que era la suya y no lo era:
“No quiero dominarte, Ailén. Quiero recordarte lo que olvidaste: que la luz también puede destruir.”
El viento helado barrió su cabello.
Darian apareció detrás de ella, la tomó de la mano sin decir palabra.
Por un instante, el fuego de ambos volvió a latir al unísono.
Pero esta vez, junto al fuego, también palpitó la sombra.
El viento cambió.
No traía frío ni calor, sino algo antiguo, un eco que parecía vibrar debajo de la piel.
Ailén lo sintió antes que nadie.
Una nota grave, como el pulso de una montaña dormida.
Elyra se giró de inmediato.
—Elar despierta.
Aeris frunció el ceño.
—El nombre que todos los clanes temen.
—No un dios —murmuró Elyra—. Un principio. El primer corazón del mundo.
Darian miró hacia Ailén.
Ella estaba inmóvil, la mirada perdida en el horizonte, los labios entreabiertos.
Sus ojos no eran de un solo color: un remolino de fuego, hielo y sombra giraba dentro de ellos.
“Ven.”
La voz la atravesó, suave, como una caricia en la mente.
La reconocía: era la misma que la había llamado en sueños.
“Ven, hija del equilibrio. Devuélveme el latido que me quitaste.”
Ailén dio un paso hacia adelante, sin mirar a nadie.
Darian la alcanzó al instante.
—¿Qué haces?
—Escucharlo.
—¿A quién?
—A todo.
El aire se comprimió.
Las ruinas comenzaron a vibrar.
Elyra extendió las manos, tratando de contener la energía que emanaba de Ailén.
—¡Detenla, Darian! Si la conecta antes de tiempo, el vínculo la consumirá.
Pero cuando intentó tocarla, un destello lo lanzó hacia atrás.
Ailén flotaba unos centímetros sobre el suelo, los cristales alrededor girando lentamente a su alrededor.
—Ailén —dijo Darian, con la voz rota—, vuelve.
—No puedo —susurró ella—. Está dentro de mí. Todo está dentro.
El mundo cambió de color.
De pronto, no estaban en Helmir.
Ailén se encontraba de pie en un lugar sin cielo ni tierra, solo un espacio lleno de luz líquida.
En el centro, una figura gigantesca, formada de fuego y hielo, la observaba con ojos de aurora.
—Elar.
La figura sonrió.
—Por fin me nombras.
—¿Qué eres?
—El primer aliento. El fuego que encendió el mundo. El hielo que lo contuvo. El latido que los unió.
—Y la sombra que me habla…
—Soy yo también. No hay luz sin oscuridad.