El resplandor los devolvió al mundo como si hubieran emergido de un sueño.
No hubo fuego ni hielo, solo una bruma cálida que los envolvía.
Cuando sus pies tocaron la arena, Helmir ya no era una ruina.
El santuario se extendía como un valle de cristal, cubierto de hierba luminosa.
Las torres rotas se habían erguido de nuevo, envueltas en flores que ardían con fuego frío.
El aire olía a lluvia después de una tormenta.
Ailén respiró hondo.
Su pecho ya no dolía.
El fuego y el hielo dentro de ella estaban en silencio, como si por fin hubieran encontrado descanso.
Darian la miró, sin atreverse a hablar.
—¿Eres tú?
—Soy. —Sonrió—. Pero no la misma.
Elyra y Aeris los esperaban.
Sus rostros reflejaban sorpresa y alivio.
—La tierra dejó de temblar —dijo Elyra—. Los clanes se calmaron.
Aeris alzó la vista al cielo, donde la aurora seguía latiendo.
—El viento canta otra vez.
Ailén observó todo en silencio.
Cada color, cada sonido, cada vibración.
El mundo respiraba al ritmo de su corazón.
Darian se acercó y le ofreció su mano.
—¿Qué pasa ahora?
—Ahora… —ella miró el horizonte— tenemos que enseñarles a vivir sin miedo.
Los días siguientes fueron extraños.
Mensajeros de todos los clanes llegaron a Helmir: algunos para ofrecer paz, otros para pedir perdón.
Los antiguos templos se convirtieron en lugares de reunión, y las guerras cesaron.
Pero Ailén sabía que el equilibrio era frágil.
La sombra dentro de ella, aunque callada, seguía viva.
A veces, al caer la noche, la oía susurrar:
“Toda luz necesita oscuridad para brillar.”
Y ella respondía en silencio:
“Lo sé. Pero no volverás a gobernarme.”
Darian era su ancla.
Cada vez que el poder amenazaba con desbordarla, bastaba que él la mirara para recordarle quién era.
No la Llama Blanca.
No la hija del fuego y el hielo.
Solo Ailén.
Una noche, se sentaron juntos frente al lago de cristal.
El agua reflejaba el cielo y las luces del mundo nuevo.
—¿Te das cuenta? —dijo Darian—. Todo esto existe porque elegiste no destruirlo.
—No. —Ailén apoyó la cabeza en su hombro—. Existe porque elegimos hacerlo juntos.
Él rió suavemente.
—El fuego y el hielo… juntos. Jamás lo habría creído.
—El equilibrio nunca pide permiso —susurró ella.
Por un instante, el mundo pareció contener el aliento.
Y en ese silencio, la Llama Blanca volvió a arder, no como poder, sino como amor.
Helmir volvió a llenarse de vida.
Las antiguas torres que un día fueron piedra y guerra ahora albergaban jardines.
Niños de todos los clanes jugaban bajo la aurora, sin miedo al fuego ni al hielo.
Desde lo alto, Ailén observaba el valle.
Su capa blanca ondeaba con el viento; el símbolo de la espiral —la unión del fuego y la escarcha— brillaba sobre su pecho.
Elyra se acercó, su sombra extendiéndose como una vieja amiga.
—¿Entonces te quedarás? —preguntó.
Ailén dudó un instante antes de responder.
—Helmir necesita una guardiana. Pero el mundo no necesita otra prisión.
—No serás prisionera. Serás su voz.
—Tal vez —sonrió con tristeza—, pero las voces también se apagan.
A lo lejos, vio a Darian, de pie junto al lago, hablando con Aeris.
La luz del atardecer lo envolvía, y su fuego ya no ardía con furia: brillaba con calma.
—Él no pertenece a este lugar —dijo Elyra, como si leyera su mente.
—Ninguno de los dos pertenecemos —respondió Ailén.
Esa noche, cuando el cielo se tiñó de azul profundo, Ailén bajó al lago.
Darian la esperaba.
—Te busqué en los sueños —dijo él—, pero ya no estabas.
—Dejé de soñarte porque ahora estás aquí. —Sonrió—. El vínculo se volvió real.
Él extendió una mano.
—El mundo puede cuidarse solo por un tiempo.
—¿Y tú?
—Yo no quiero cuidar al mundo. Solo a ti.
Ailén rió suavemente, pero había lágrimas en sus ojos.
—Si me voy, el equilibrio puede quebrarse otra vez.
—Entonces enséñales antes de irte.
—¿Y tú?
—Esperaré. —Darian bajó la voz—. No hay llama sin su hielo.
El viento sopló, llevando hojas incandescentes sobre el agua.
Por un instante, todo Helmir pareció escuchar.
El fuego y el hielo bajo sus pies formaron un símbolo perfecto: una espiral cerrada.
El ciclo había terminado.
Pasaron los días.
Ailén enseñó a los clanes cómo sentir sin dominar, cómo usar la magia sin miedo.
Helmir se convirtió en un santuario de aprendizaje, y Elyra, Aeris y los druidas juraron protegerlo.
Cuando todo estuvo listo, Ailén subió una última vez a la torre más alta.
Darian la esperaba allí, el fuego reflejado en sus ojos.
—¿Lista?
—Por fin.
Tomó su mano.
El fuego y el hielo se entrelazaron una vez más, no como batalla, sino como promesa.
—¿A dónde iremos? —preguntó él.
—Donde el mundo aún no tenga nombre.
Y juntos caminaron hacia el amanecer, dejando atrás Helmir, dejando atrás las guerras, llevando consigo solo la llama del corazón.
Detrás de ellos, la aurora se apagó poco a poco, convirtiéndose en una luz suave que nunca volvió a desaparecer.
Y con ese último resplandor, el mundo aprendió a vivir sin miedo a arder.