Pasaron años.
Quizás siglos.
En el nuevo mundo, el tiempo dejó de contarse como antes.
Las guerras elementales se convirtieron en historias.
Los nombres de los clanes ya no se pronunciaban con miedo, sino con orgullo.
El fuego volvió a calentar hogares en lugar de destruirlos.
El hielo se transformó en espejo y escudo, no en condena.
Y en el centro de todo, Helmir, la antigua ruina, floreció.
Sus torres se alzaban como columnas de cristal, y cada una guardaba una parte del conocimiento que Ailén había dejado atrás.
Elyra la Sombra se convirtió en la guardiana de las memorias, enseñando que la oscuridad también es necesaria para que la luz tenga forma.
Aeris fundó la Casa del Viento, donde los niños aprendían a escuchar antes de hablar, a sentir antes de actuar.
Los druidas de la Tierra sembraron bosques enteros sobre antiguas heridas.
Y el fuego…
El fuego ya no ardía solo.
Brillaba.
Una generación tras otra, el mundo prosperó bajo el símbolo de la Espiral de Helmir —la unión del fuego y la escarcha—.
Los viajeros llegaban de todas partes para contemplarla.
Decían que, en las noches tranquilas, podían verse dos luces cruzar el cielo: una roja, una azul.
Y cuando esas luces se encontraban, una lluvia de chispas caía sobre los lagos, haciendo florecer el agua.
Los sabios afirmaban que eran señales de los antiguos Guardianes.
Los poetas, que eran amantes perdidos reencontrándose.
Los niños simplemente pedían deseos.
Nadie sabía la verdad.
O quizá nadie necesitaba saberla.
Una tarde sin nombre, un viajero llegó a las puertas de Helmir.
Vestía una capa de polvo y fuego apagado.
Sus ojos, dorados como el sol viejo, reflejaban una vida entera de caminos.
Los monjes lo recibieron en silencio.
Él pidió ver el lago de cristal.
Lo condujeron hasta allí, y cuando se detuvo frente al agua, el viento se calmó.
El reflejo que lo miraba no era su rostro joven ni su fuego de antaño, sino una mirada tranquila, bañada en luz blanca.
—Todavía brillas —dijo una voz detrás de él.
El viajero sonrió sin girarse.
—Siempre lo hice, aunque a veces doliera.
Ailén estaba de pie junto al agua, igual que la recordaba, aunque el tiempo ya no la tocaba.
Su cabello era una mezcla de nieve y ceniza; su piel, la unión perfecta de frío y calor.
Sus ojos… aún contenían el amanecer.
—Pensé que te habías ido más allá del horizonte —dijo Darian, con una sonrisa cansada.
—Y lo hice. Pero el equilibrio siempre vuelve a su centro.
—¿Eres ese centro ahora?
—Soy solo su voz. Y tú, su llama.
Él rió suavemente.
—La llama y la voz.
—El corazón y su eco. —Se acercó—. Sigues creyendo que el fuego es solo fuego.
Darian la miró en silencio.
—Y tú sigues olvidando que sin fuego, el hielo no sabría brillar.
Ailén levantó una mano, tocando su mejilla.
El contacto fue tan real que el mundo alrededor pareció suspenderse.
El lago reflejó sus figuras, y el agua se encendió como un espejo de aurora.
—Los clanes están en paz —dijo él.
—Sí. Por fin entendieron.
—¿Y nosotros?
Ailén sonrió.
—Nosotros somos el recuerdo que los mantiene vivos.
—¿Eso significa que no volverás a irte?
—Nunca me fui del todo, Darian. —Sus dedos entrelazaron los suyos—. Estoy en cada llama que calma, en cada escarcha que protege.
—Entonces este mundo está lleno de ti.
Se quedaron así, mirándose, mientras el viento arrastraba hojas incandescentes sobre el lago.
La aurora volvió a teñir el cielo, lenta, majestuosa.
Los colores danzaban entre las nubes: rojo, azul, dorado, blanco.
El mundo respiraba.
Y en ese latido compartido, el fuego y el hielo volvieron a encontrarse.
Ailén alzó la vista.
—¿Sabes qué es lo más hermoso del equilibrio? —preguntó.
—Dímelo.
—Que nunca termina. Solo cambia de forma.
Darian apretó su mano.
—Entonces que cambie una vez más.
Ambos rieron.
Y cuando dieron un paso hacia adelante, el lago se abrió en un sendero de luz.
Caminaron sobre él, uno junto al otro, mientras el resplandor los envolvía lentamente.
Cuando la luz se extinguió, solo quedaron dos brasas sobre el agua: una azul y una dorada.
Flotaron juntas hasta el centro del lago, se fundieron…
y se convirtieron en una sola chispa blanca.
Esa noche, los habitantes de Helmir vieron una estrella nueva en el cielo.
Brillaba con una intensidad que ninguna otra poseía, ni fuego ni hielo, sino algo que las contenía a ambas.
La llamaron Ailén, que en la lengua antigua significaba “corazón del fuego eterno.”
Y cada vez que alguien la miraba, sentía el calor de una promesa imposible:
“El amor que unió los elementos nunca muere. Solo cambia de forma para seguir ardiendo.”