La niebla londinense tiene un modo de mentir. Acaricia como seda húmeda, pero esconde cuchillos. Aquella noche los cuchillos tenían forma de miradas, abanicos que se cerraban con chasquidos de sentencia y sonrisas lo bastante corteses como para degollar sin manchar los guantes.
El salón de los Ashcroft, con sus candelabros de lágrimas petrificadas y un techo que imitaba un cielo que Londres jamás había visto, se llenó de valses y rumores.
Gabriel avanzó entre las columnas como quien atraviesa un sueño demasiado lúcido. Vestía un rojo sobrio, tejido con la paciencia de manos que lo amaban poco. El color lo delataba incluso desde el último balcón: un incendio que caminaba.
—No te separes —le había suplicado su hermana horas antes, ajustándole el cuello— No des motivos.
Gabriel asintió. No dar motivos en Londres era imposible; respirar ya era una irreverencia si no se hacía con el ritmo de la ciudad.
Cuando la orquesta cambió a un compás perezoso y los cristales vibraron con la música, su mente vibró con otra cosa. Un roce. Un dedo invisible detrás del esternón.
Hola, Gabriel.
La voz no venía de fuera. Se deslizaba como aceite tibio en la curvatura de su pensamiento.
—No —murmuró, tan bajo que solo su propia boca lo oyó.
Apretó los ojos. Vio la curva de un carruaje en su memoria, la mano de un hombre alzando una copa, y, detrás, una sonrisa pulida. No pienses en él. No pienses. Cuando niegas el nombre, el nombre se oye mejor, se rió la voz.
Gabriel retrocedió un paso, buscando con la vista el único punto que podía rescatarlo. Y lo encontró, junto a una arcada, donde la música parecía romperse sin llegar. Lucien. Negro sobre negro, como la promesa de una noche que no cede. Sus ojos celestes no buscaban nada hasta que lo buscaron a él. Fue un ancla. No lo tocó, pero el mundo detuvo su mareo.
—Respira conmigo —dijo Lucien sin mover los labios. No era un truco, era un consentimiento antiguo entre dos mentes que se reconocerían aun en la ceguera—. A mi ritmo.
Gabriel obedeció. Vio la neblina por lo que era: un telón. Y detrás del telón, la mano que lo corría.
Eres rápido, Lucien. La misma voz, ahora con un aplauso imaginario, se derramó en ambos. Tanto silencio te ha vuelto diestro… y aburrido.
Lucien no parpadeó. Había esperado esa intrusión. Durante semanas, Lord Dorian Ashcroft había rodeado a Gabriel con el cuidado de un coleccionista que prepara la vitrina antes de colocar su pieza. Y allí estaba por fin, en su casa, con su orquesta, con su máscara impecable.
Con un gesto leve de cabeza, Lucien condujo a Gabriel hacia una galería lateral. Los retratos de los antepasados —rostros que compartían una mandíbula obstinada— parecían girar apenas sus ojos al paso de los dos jóvenes. A mitad del corredor, un espejo antiguo devolvió sus siluetas superpuestas: rojo y negro, luz y sombra.
—No tienes que hablar —susurró Lucien—. Solo piensa en lo que quieres mantener tuyo.
—Mi nombre —pensó Gabriel, sorprendiéndose de la firmeza súbita—. Mi nombre es mío.
Lucien alzó una comisura. —Bien.
Un leve temblor recorrió los candelabros. No era el aire: era la risa contenida de Dorian, expandiéndose por la casa que le obedecía.
¿Vais a esconderos en los pasillos, niños? La voz rozó las paredes, como un violín afilado—. Mi hospitalidad es amplia. Y mi paciencia… selectiva.
—No responda —pidió Lucien, y cerró los ojos. En su mente, se abrió un círculo de tiza imaginaria alrededor de Gabriel. Era un perímetro de silencio, levantado con una mezcla de disciplina y ternura que no reconocía en sí mismo salvo cuando se trataba de él. Vio cómo la vibración del intruso chocaba contra el contorno y se deshacía en espuma. Por un momento, la casa respiró sin la voz.
—¿Eso me mantendrá a salvo? —preguntó Gabriel en un hilo de pensamiento, sin atreverse a romper el hechizo hablando.
—Por ahora.
—¿Y después?
—Después, haré lo que nunca quise volver a hacer.
Lucien abrió los ojos. No le dijo que temblaba por dentro. No le dijo que su poder, cuando se empujaba más allá de lo tolerable, pedía un precio que él había pagado otros inviernos: días perdidos, nombres borrados, hemorragias que nadie podía explicar.
Fue entonces cuando una criada, pálida como una vela recién prendida, irrumpió en la galería.
—Señor —dijo, mirando a Lucien sin reconocerlo del todo—. Lord Ashcroft solicita la presencia del joven Gabriel para el brindis.
El brindis. La cuerda perfecta. Lucien sintió el jalón y supo que no era una invitación: era una sujeción. Los Ashcroft ataban con cristales y sonrisas.
—Iré —respondió Gabriel, antes de que Lucien pudiera detenerlo. Lo dijo con su voz y con otra por debajo, como si una segunda garganta susurrara en él. Y echó a andar.
Lucien lo alcanzó, le tomó la muñeca. Un destello —mínimo, íntimo— recorrió la piel de Gabriel, vibrando como una cuerda tensa. Aquella vibración no venía de él. Venía de Gabriel.
¿Y eso? Lucien parpadeó, sorprendido.
—¿Qué? —preguntó Gabriel, deteniéndose. Las velas hicieron una ola lenta encima de los dos.
—Nada —mintió Lucien, pero su mirada ya examinaba a Gabriel como quien recorre una página con un nombre escondido en el margen. La sensibilidad de Gabriel no era solo una puerta abierta a los depredadores: era, también, una fuente. Dormida. Imberbe. Pero real.
No hubo tiempo para más. El salón se tragó su pequeño mundo y se lo devolvió convertido en espectáculo. Dorian estaba de pie al centro, una copa con líquido ámbar brillando como un ojo de gato. Alto, impecable, el pelo recogido con un cuidado que jamás delataba el esfuerzo. La sonrisa exacta.
—Señoras y señores —anunció—, esta noche celebramos la generosidad de Londres… y la belleza de lo improbable. —Sus ojos encontraron a Gabriel con una dulzura que hubiera engañado a cualquiera que no supiera leer la palabra “posesión”—. Señor Gabriel… ¿nos concede el honor?