La caída no fue física. No hubo golpes ni piedras, sino un desgarro de realidad. Gabriel sintió que su cuerpo se diluía en un torbellino de aire helado, como si cada partícula de su ser estuviera siendo arrancada de su sitio para recomponerse en otro. El espejo los había devorado, arrastrándolos más allá de Londres, más allá del salón de los Ashcroft, más allá de toda lógica.
Apretaba la mano de Lucien con la desesperación de quien se aferra a un tablón en medio del naufragio.
—¿Qué es esto? —logró preguntar, aunque su voz se quebró entre ecos distorsionados.
—Tu poder… —murmuró Lucien con los ojos brillando de azul helado— Tú lo abriste.
El torbellino los escupió en un suelo de piedra húmeda. Gabriel jadeó, con los cabellos dorados pegados a la frente por el sudor frío, mientras su mirada se adaptaba a la penumbra. Reconoció enseguida aquel lugar: el sótano.
El mismo refugio secreto de Lucien, con sus velas parpadeando en círculos, cráneos que parecían vigilar, símbolos grabados en las paredes y un aire tan espeso que resultaba difícil respirar.
Pero había algo distinto. El sótano ya no era solo piedra y objetos ocultos: estaba vivo. El espejo había abierto un pasaje que transformó aquel sitio en un cruce de planos.
Las velas ardían con llamas verdes, las sombras parecían moverse por voluntad propia, y los símbolos brillaban con un resplandor débil que no recordaba haber visto nunca. Gabriel temblaba.
—Lucien… lo vi. Antes de caer, lo vi. Mi reflejo brillaba. ¿Qué significa?
Lucien lo miró con la intensidad de quien no quiere responder. Había un miedo nuevo en sus ojos, uno que Gabriel nunca le había visto antes.
—Significa —dijo despacio— que Dorian tenía razón: no eres solo un espejo, Gabriel. Eres una puerta.
El joven sintió un escalofrío. Su mente se llenó de preguntas, pero antes de formularlas un ruido los interrumpió. Un crujido, un murmullo como de agua subterránea. Los símbolos de la pared temblaron. Lucien reaccionó de inmediato: lo abrazó contra su pecho y lo cubrió con su capa negra.
—No hables —le ordenó con voz baja, firme.
El aire se abrió en una grieta oscura en medio del suelo. Una voz surgió de ella, tan suave como venenosa.
No puedes huir de mí.
Era Dorian. Su presencia mental se colaba incluso allí, en aquel refugio. La voz se multiplicaba, rebotaba en las piedras como si el propio sótano respirara con su aliento.
Lucien cerró los ojos, concentrándose. Gabriel sintió el pulso acelerado de su corazón contra él. Vio cómo su piel se tensaba, cómo un leve hilo de sangre corría de su nariz.
—¡Lucien! —exclamó, queriendo apartarse para ayudarlo.
—¡No! —rugió Lucien, más fuerte de lo que Gabriel lo había escuchado jamás— No lo mires, no lo escuches. Yo sostendré el peso.
El crujido se intensificó. Una mano espectral, blanca y perfecta, emergió de la grieta. Era la de Dorian, extendiéndose para alcanzarlos. Gabriel se estremeció. Sus ojos dorados parecían arder, como si una fuerza interior quisiera liberarse.
—No puedo dejarte hacerlo solo… —susurró, sintiendo que algo en su interior pedía salir.
Lucien volvió su mirada hacia él, un instante que se grabó como fuego.
—Escúchame, Gabriel. Tú eres la llave. Si él logra entrar en ti, si logra controlarte, lo perderemos todo. Elige: ser su vasallo o resistir conmigo.
El corazón de Gabriel estalló en un latido que le pareció romperle el pecho. Y entonces sucedió. Un halo dorado brotó de su cuerpo, tan intenso que las velas verdes se apagaron. La mano espectral de Dorian se deshizo como humo quemado. El sótano vibró, las piedras crujieron, y por primera vez, la voz del villano sonó alterada:
¿Qué has hecho?
Gabriel cayó de rodillas, exhausto. Lucien lo sostuvo, incrédulo.
—Has despertado —susurró con voz temblorosa.
—¿Despertado? ¿Qué soy, Lucien? —preguntó Gabriel, con lágrimas en los ojos.
Lucien no respondió enseguida. Sabía que había llegado el momento de revelar lo que había temido.
—Eres más que sensible, Gabriel. Eres un canal. Tu mente no solo recibe… abre caminos entre mundos. Eso es lo que Dorian desea de ti. Con tu poder, podría dominar no solo las mentes de Londres, sino las almas.
Gabriel se estremeció. Todo lo que había sentido, todos los susurros, las visiones… cobraban un sentido aterrador. Pero antes de que pudiera hablar, una risa oscura resonó en el sótano.
¿Creían que sería tan fácil?
El espejo detrás de ellos volvió a brillar. Y en su superficie apareció Dorian, de pie, elegante, con los ojos llameando como carbones encendidos.
—Ahora sé la verdad de lo que eres, Gabriel —dijo, y su voz cruzó el cristal como cuchillas— Y nada me detendrá hasta poseerte.
Lucien empuñó un cuchillo ceremonial, sus dedos temblando apenas.
—Tendrás que matarme antes, Dorian.
El villano sonrió.
—Eso es exactamente lo que planeo.
El espejo se quebró en mil pedazos… pero los fragmentos no cayeron al suelo. Flotaron, girando en círculos, convirtiéndose en cuchillas suspendidas en el aire, listas para lanzarse. Lucien se colocó delante de Gabriel, protegiéndolo con su propio cuerpo.
—¡No! —gritó Gabriel, pero ya era tarde.
Los fragmentos comenzaron a volar hacia ellos como lluvia mortal. Lucien cerró los ojos, concentrando toda su mente en un solo pensamiento: protegerlo, aunque le costara la vida. Un estallido de luz azul y dorada llenó el sótano. Y entonces, el silencio.
Cuando Gabriel abrió los ojos, Lucien estaba de pie, con el cuerpo arqueado, sangrando por la boca. Había detenido los fragmentos… pero a un precio terrible.
El sótano quedó envuelto en una calma irreal. El espejo desapareció. Dorian, por ahora, se había desvanecido. Gabriel sostuvo a Lucien entre sus brazos, temblando.
—No puedes dejarme… —susurró con desesperación, acariciando su rostro.