Susurros De La Mente

El Murmullo del Salón

Londres, semanas después.
La lluvia caía en diagonales perezosas sobre los ventanales del club de caballeros “Saint James Hall”. Adentro, el aire olía a whisky, madera encerada y secretos. Los hombres hablaban bajo, como si incluso el sonido de sus palabras pudiera ser malinterpretado por las paredes. En una esquina, el nombre de Gabriel resonaba como un eco maldito.

—Dicen que en la noche del baile, el espejo del salón estalló sin motivo —murmuró Lord Benson, apretando su bastón con elegancia fingida— Y que el joven Ashcroft desapareció en medio del caos.

—Y junto a él… ese hombre —respondió otro, con una sonrisa cínica— Lucien Dubray. El francés. El que todos evitaban.

—Evitar, sí —replicó el primero— Pero parece que el muchacho Uziel no lo evitó lo suficiente.

Las risas contenidas se apagaron cuando una figura se detuvo frente a ellos. Era Gabriel. Su presencia bastó para borrar cualquier disimulo. Vestía de negro, un luto sin anuncio, con los cabellos dorados recogidos detrás y los ojos dorados enmarcados por un cansancio hermoso y aterrador.

—Mi nombre no está a disposición de su entretenimiento —dijo con una calma que helaba.

Los caballeros apartaron la mirada. Nadie en Londres se atrevía a enfrentarlo abiertamente, pero todos hablaban de él:

El joven que habla con espejos.
El protegido de un hereje francés.
El favorito maldito de Lord Dorian.

Los rumores se expandían más rápido que la peste. Gabriel caminó entre ellos con la cabeza erguida. Las conversaciones se desmoronaban a su paso. Afuera, un carruaje negro lo esperaba. Dentro, lo aguardaba un rostro que le devolvió un respiro: Lucien.

Había sobrevivido. Su piel aún mostraba rastros de las heridas mentales que Dorian le había infligido. Sus ojos celestes parecían más opacos, pero su mirada seguía siendo firme, protectora.

—No deberías venir aquí —le dijo al verlo subir.

Gabriel esbozó una sonrisa débil.

—Si me escondo, ellos ganan. Si finjo ser un fantasma, Londres me devora. Prefiero mirar a la bestia a los ojos.

Lucien lo observó unos segundos en silencio. Su corazón lo admiraba pero su mente temía lo que esa valentía despertaba.

El carruaje avanzó por calles empedradas cubiertas de neblina. Desde las sombras, figuras con sombreros altos los miraban pasar. Londres los había convertido en espectros: vivos, pero apartados, como si su sola existencia amenazara la lógica del mundo.

—Dorian sigue aquí —dijo Lucien, rompiendo el silencio— No murió. Lo siento. Su voz está en el aire, en los relojes, en los espejos. No puedo detenerlo sin destruirme.

—Entonces enséñame —respondió Gabriel—. Si mi poder puede abrir puertas, también puede cerrarlas.

Lucien lo miró sorprendido.

—Gabriel… eso sería dejarlo entrar en tu mente por completo.

—Ya está dentro —dijo el joven con amargura—. Lo escucho en los susurros de los espejos, en las calles, incluso en mis sueños.

Lucien bajó la mirada.

—Eso es lo que él quiere. Que creas que ya no puedes resistir.

Gabriel lo observó.

—No, Lucien. Lo que él teme… es que sí pueda.

Esa noche, Gabriel regresó a la mansión familiar. Las velas parpadeaban con un tono enfermizo. En los cuadros, los rostros de sus antepasados parecían más oscuros que nunca. Subió las escaleras con paso firme, pero su corazón latía rápido. Algo no estaba bien.

En su habitación, el gran espejo estaba cubierto con una sábana blanca, como un cadáver olvidado. Desde que Dorian había aparecido en su reflejo, no se atrevía a mirarlo. Pero esa noche la sábana se movió sola.

Gabriel se detuvo, sin aliento. El viento no podía moverla: las ventanas estaban cerradas. Dio un paso, y la tela cayó suavemente al suelo. El espejo lo reflejó. Pálido, hermoso, con ojeras que parecían trazos de sombra. Y detrás de él, una silueta.

—No… —susurró—. No puedes estar aquí.

La figura sonrió. Dorian, impecable, con la misma elegancia que en el baile.

—Londres te juzga, mi querido Gabriel —dijo con voz sedosa— Ellos te condenan por lo que eres, pero yo… yo te venero por lo que puedes llegar a ser.

Gabriel retrocedió, pero el reflejo de Dorian se adelantó.

—¿Qué quieres de mí?

—Ya lo sabes —susurró el villano, extendiendo una mano que no debía existir fuera del espejo— Quiero tu mente… y tu corazón.

Gabriel lo sintió. No era una metáfora. Dorian intentaba arrastrarlo dentro del cristal. Su poder mental lo envolvía como una marea invisible, halándolo desde el alma. Cerró los ojos.

No lo permitiré.

Recordó las palabras de Lucien: Tu nombre es tuyo. Las repitió mentalmente una y otra vez, como un mantra, como un conjuro. El espejo tembló. La figura de Dorian se desdibujó.

¿Crees que puedes encerrarme?

Gabriel gritó desde dentro, con toda la fuerza de su ser.

—¡Fuera!

El espejo se quebró. Un estallido de luz dorada lo envolvió. Cuando abrió los ojos, Dorian había desaparecido. Pero el reflejo de Gabriel… sonreía.

Y él no.

A la mañana siguiente, Lucien llegó a la mansión. Los sirvientes, aterrados, lo condujeron hasta el dormitorio de Gabriel. Lo encontró sentado frente al espejo roto, con la mirada vacía.

—¿Qué hiciste? —preguntó Lucien, arrodillándose a su lado.

Gabriel giró el rostro lentamente.

—Lo encerré… creo.

Lucien sintió una punzada de miedo. El tono de su voz no era el mismo. Había algo más… algo que no era completamente Gabriel.

—¿Lo encerraste… o lo trajiste contigo? —susurró.

Los ojos dorados de Gabriel brillaron con un destello ajeno, una sombra que no le pertenecía. Y detrás de ellos, en el fondo del espejo roto, un susurro casi inaudible se deslizó entre los fragmentos:

Yo nunca salgo de la mente que amo.




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