Londres despertó esa mañana bajo una llovizna fina y constante, esa clase de lluvia que no moja la piel, pero cala el alma. Las campanas de Saint Paul repicaban en la distancia, mezclándose con el murmullo de los carruajes y el bullicio de la ciudad que nunca dejaba de moverse, incluso cuando todo lo demás se detenía.
Lucien no había dormido. Pasó la noche en vela, observando el fuego morir lentamente en la chimenea de la biblioteca. En su mente, las imágenes se repetían: Gabriel frente al espejo roto, con esa sonrisa que no le pertenecía; los ojos dorados iluminados por una sombra ajena; el susurro imposible que todavía resonaba en su cabeza: Yo nunca salgo de la mente que amo.
—No puede ser —murmuró, con la voz ronca—. No puede ser él.
Pero sabía que lo era. Dorian había encontrado el modo de fundirse con Gabriel, de usar su cuerpo como un anfitrión. Ya no necesitaba un espejo: había cruzado completamente al otro lado.
Lucien se levantó, sujetándose a la mesa para no perder el equilibrio. Su cuerpo seguía debilitado, y su mente, aún más. Cada vez que intentaba sentir el vínculo que lo unía a Gabriel, recibía el eco de dos voces superpuestas: una dulce y trémula, la de Gabriel; otra profunda y melódica, la de Dorian.
Sabía lo que debía hacer. Pero también sabía que hacerlo podía costarle la vida. Esa misma tarde, los periódicos de la ciudad estallaron con titulares imposibles:
Lord Dorian Ashcroft reaparece en una gala benéfica.
El caballero desaparecido regresa acompañado de su joven protegido.
El bello y reservado Gabriel Uziel deslumbra a la alta sociedad.
Lucien apretó los dientes al leer. Dorian no solo había regresado: lo había hecho usando el cuerpo de Gabriel.
La gala se celebraba en la mansión Wrenford, un laberinto de mármol, espejos y luces doradas. Carros y carruajes llegaban uno tras otro, descargando hombres de smoking negro y mujeres envueltas en sedas color perla.
Entre todos ellos, destacó una figura: Gabriel. O lo que quedaba de él. Vestía un traje negro con ribetes dorados que acentuaban su elegancia natural. Caminaba con una serenidad demasiado perfecta, sus movimientos medidos, su mirada altiva. Los murmullos lo siguieron como una ola. Nadie recordaba haberlo visto tan distinto. La anfitriona, Lady Wrenford, se apresuró a recibirlo.
—Mi querido Gabriel —dijo, inclinando la cabeza— es un honor tenerlo aquí.
Él sonrió. Una sonrisa impecable. Demasiado impecable.
—El honor es mío, milady. Londres necesita recordar la belleza de sus noches.
La mujer se sonrojó ante su tono, sin percibir que aquella voz aunque idéntica a la de Gabriel tenía una entonación más lenta, más cargada de una seguridad que rozaba la crueldad. Dorian hablaba a través de él. Y la aristocracia lo aplaudía sin saberlo.
Desde el extremo del salón, entre sombras, Lucien lo observaba. Había logrado infiltrarse con ayuda de un criado, vistiendo una chaqueta oscura y un antifaz para pasar desapercibido entre los invitados.
Su corazón latía con violencia. Gabriel estaba allí, pero algo lo repelía. Lo sentía en el aire, como una corriente eléctrica: la presencia de Dorian envolvía la habitación como un perfume invisible.
Está dentro de él, pensó. Lo usa como marioneta. Pero ¿dónde termina Gabriel y dónde empieza Dorian?
Una risa lo sacó de sus pensamientos. Gabriel, o Dorian, se acercaba a un grupo de nobles, ofreciendo una conversación que parecía hipnotizarlos. Cada palabra que pronunciaba era como una nota musical diseñada para doblegar voluntades.
Lucien apretó los puños. Reconocía el patrón. Dorian no solo hablaba: usaba la sugestión mental para influir en todos los presentes. Poco a poco, los rostros se relajaban, las miradas se volvían vacías.
En ese instante, comprendió lo que planeaba: Dorian quería adueñarse de toda la alta sociedad, convertir a los influyentes de Londres en sus títeres.
Lucien avanzó entre los invitados, moviéndose con cautela. Su objetivo: acercarse lo suficiente para hablar con Gabriel sin llamar la atención. Pero antes de llegar, una mano se apoyó en su hombro. Era Lord Benson, el mismo que semanas atrás lo había criticado abiertamente.
—Qué sorpresa verlo aquí, monsieur Dubray —dijo con una sonrisa de hielo— ¿No teme encontrarse con fantasmas?
Lucien lo miró. Los ojos del lord estaban nublados, sin brillo, como si no fueran realmente suyos. Dorian ya lo controlaba. El hombre siguió hablando, pero su voz cambió. Se volvió más baja, más cadenciosa.
—Pensaste que podrías esconderte de mí entre tus hechizos y tus ruegos, Lucien. Pero aquí estoy. En todos ellos. En cada mente que me abre una puerta.
Lucien apartó la mano con violencia.
El salón se estremeció levemente, apenas perceptible. Gabriel giró la cabeza, como si hubiera sentido algo. Por un instante, sus ojos dorados buscaron entre la multitud. Y lo vieron. Lucien contuvo el aliento. Había algo en esa mirada: un destello de reconocimiento. Breve. Frágil. Pero real.
—Gabriel… —susurró.
El joven se tambaleó apenas, tocándose la sien.
Lucien… ¿eres tú?
La voz mental, débil, llegó a él.
Lucien casi cayó de rodillas de alivio. Gabriel seguía allí, atrapado, pero vivo.
Estoy aquí, le respondió en su mente. Voy a sacarte.
No puedes… él me controla. Lo siento en mi cuerpo, en mi voz… me usa.
Entonces lucharé por ti. Aunque tenga que arder contigo.
Dorian, en el interior de Gabriel, sonrió. Su cuerpo se enderezó, y sus labios pronunciaron con suavidad:
—Qué hermoso… el amor. Pero el amor también puede ser un arma.
Lucien apenas tuvo tiempo de reaccionar. El aire se volvió denso. El cristal de los ventanales tembló. Dorian usó a Gabriel como canal. Su poder mental estalló como una onda invisible que barrió el salón. Los invitados comenzaron a gritar. Algunos cayeron al suelo, otros quedaron inmóviles, con la mirada vacía. Los espejos del salón se encendieron como si guardaran fuego líquido. Lucien cubrió su cabeza, resistiendo el impacto.