Susurros De La Mente

La Eternidad en la Nieve

La ciudad de Londres yacía detrás como una sombra abandonada. Las calles que alguna vez rugieron con secretos y mentiras ahora parecían un sueño lejano, disuelto en la niebla. Solo el viento arrastraba los ecos de lo que fue, y en esos ecos aún se oía el nombre de Dorian retorcido, doliente, derrotado. Lucien había ganado. Pero la victoria tenía el sabor del hierro y la ceniza.

El enfrentamiento final se había librado en la mente de Gabriel: un campo de espejos rotos y luces agonizantes. Lucien había penetrado en esa prisión mental, arriesgando su cordura. Allí, frente al espectro de Dorian un reflejo de arrogancia y belleza marchita, había pronunciado el nombre que selló su destino. El nombre verdadero del demonio mental. Un nombre que nadie había debido pronunciar.

El eco de esa palabra lo había desgarrado todo: los espejos, el alma de Dorian y casi la suya propia.

Gabriel despertó primero. Lucien, exhausto, cayó en sus brazos. Y cuando por fin abrió los ojos, la voz de Dorian había desaparecido. Solo quedaban ellos dos, y el silencio.

Semanas después, el tren los llevó lejos. Muy lejos. Las ventanas estaban cubiertas de escarcha, y afuera el paisaje se extendía blanco, infinito, como si el mundo hubiera decidido congelarse para que nadie más pudiera seguirles. Los campos ingleses se hundían bajo la nieve, y las colinas parecían dormir bajo mantos de hielo.

Gabriel apoyó la cabeza en el hombro de Lucien. El traqueteo del tren y el sonido distante del viento eran su única compañía.

—¿Crees que realmente está muerto? —preguntó en voz baja.

Lucien, con los ojos fijos en el ventanal, tardó en responder.

—No lo sé. Pero lo que quedó de él… ya no puede alcanzarnos. —Luego añadió, con un suspiro— Lo destruí dentro de ti, Gabriel. Pero eso no significa que haya desaparecido del mundo.

Gabriel lo observó. Sus dedos entrelazaron los suyos, buscando la certeza de lo tangible.

—Entonces hagamos que nunca pueda hallarnos. Ni él… ni la oscuridad que le dio poder.

Lucien asintió. Llegaron al caer la tarde a un pequeño pueblo perdido entre montañas: Frostmoor. Un lugar donde el tiempo parecía dormido bajo siglos de nieve. Las casas, de piedra gris y techos empinados, se alineaban como guardianes antiguos alrededor de una iglesia sin campanas. El aire era tan puro que el aliento se convertía en humo cristalino.

Los lugareños los miraron con curiosidad cuando se presentaron: un caballero de aspecto extranjero, con mirada triste, y un joven de cabellos dorados que parecía sacado de una pintura sacra.

Rentaron una pequeña cabaña en las afueras del pueblo, junto a un lago helado. Las paredes olían a madera, y el silencio era tan profundo que se oía el crujir del hielo a lo lejos.

Allí encontraron refugio. Durante los días siguientes, se dedicaron a reconstruirse. Lucien pasaba las mañanas escribiendo y meditando, intentando estabilizar su mente después de la batalla. Gabriel lo observaba desde la ventana, envuelto en una manta, con una paz que todavía no creía merecer.

A veces despertaba gritando por las noches. Y Lucien acudía enseguida, abrazándolo sin decir una palabra hasta que el temblor cesaba.

—No estás solo —le repetía, una y otra vez— No lo permitiré.

Fue en esas noches donde el amor dejó de ser una promesa y se volvió verdad. Donde los silencios se llenaron de caricias y los temores se disolvieron en besos.

Gabriel descubrió que amar a Lucien era como amanecer después de siglos de oscuridad. Lucien descubrió que amarlo era recordar lo que significaba tener alma. Sus cuerpos y sus mentes se buscaban como si temieran desaparecer, entre sábanas tibias y respiraciones que se mezclaban con el sonido del viento afuera.

Cada beso era una promesa sellada.
Cada suspiro, una despedida al dolor. Hasta que una noche, mientras el fuego danzaba en la chimenea, Gabriel habló:

—Lucien… quiero que hagamos un ritual. Uno que nos proteja. Uno que haga imposible que él vuelva a encontrarnos.

Lucien alzó la mirada.

—Eso implicaría atar nuestras almas a este lugar. No podríamos marcharnos jamás.

—No quiero irme —respondió Gabriel con serenidad— Por primera vez, siento que este lugar es nuestro hogar.

Lucien lo observó en silencio. Los ojos dorados de Gabriel brillaban como oro líquido reflejando el fuego. No había miedo en ellos, solo determinación.

—Entonces lo haremos —dijo Lucien finalmente— Pero no será fácil.

—Nada que valga la pena lo es. —Gabriel sonrió con ternura— Enséñame.

El ritual comenzó al amanecer. Ambos vistieron capas oscuras y salieron al bosque cubierto de nieve. La neblina era tan espesa que el mundo parecía reducido a ellos dos. Lucien llevaba en sus manos una antorcha encendida; Gabriel, un cuenco con agua del lago helado.

Caminaron alrededor del pueblo en círculos, dejando una marca invisible a cada paso. Lucien recitaba en voz baja antiguos versos latinos, mientras Gabriel repetía las palabras con voz temblorosa, sintiendo el poder fluir a través de su cuerpo.

Las ramas se mecían con el viento, pero no había sonido de pájaros.
Solo el murmullo del hechizo y el crujir de la nieve bajo sus botas.

—Este círculo… —explicó Lucien, mientras colocaba la antorcha sobre un montículo de piedras— …sellará el límite de nuestras mentes. Ninguna energía podrá cruzarlo sin nuestro consentimiento.

Gabriel derramó el agua sobre la llama. Un vapor blanco se elevó, girando en espiral hasta desaparecer.

—¿Y si intenta romperlo? —preguntó.

Lucien lo miró, acercándose hasta poder sentir su respiración.

—Entonces sabremos que lo hemos hecho bien. Porque para tocarte, tendría que destruir el mundo.

Gabriel sonrió, y lo besó. El aire se llenó de un resplandor tenue. La nieve pareció detener su caída. Una luz dorada, la de Gabriel, y una azul, la de Lucien, se elevaron juntas, mezclándose hasta formar un anillo luminoso que rodeó el pueblo entero, expandiéndose más allá del horizonte.




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