El invierno parecía no tener fin en Frostmoor.
La nieve cubría los tejados como si el cielo hubiera decidido regalarle eternidad al pueblo. Las chimeneas humeaban con ritmo constante, y el aire olía a madera, pan recién horneado y serenidad.
Lucien y Gabriel habían aprendido a vivir sin los ruidos del pasado. Sin los bailes, los murmullos, las máscaras de la aristocracia.
Allí, entre la gente sencilla, eran solo dos hombres que compartían una casa pequeña junto al lago.
Por las mañanas, Gabriel se encargaba de encender el fuego mientras Lucien preparaba el té. Se habían vuelto expertos en el arte de convivir en silencio: bastaba una mirada para saber qué necesitaba el otro.
El sonido del agua hirviendo, el aroma del pan y el crujir de la leña se habían convertido en su música diaria.
A veces, cuando el sol lograba filtrarse entre las nubes, salían juntos a caminar por el bosque cubierto de escarcha. Lucien llevaba los guantes de cuero que Gabriel había remendado con torpeza, y Gabriel usaba la bufanda gris que Lucien tejió durante las noches de insomnio.
Parecían una pintura detenida en el tiempo:
el caballero de mirada azul como el hielo y el joven de ojos dorados, caminando bajo copos que caían como promesas eternas.
—Nunca creí que podría sentir esto —dijo Gabriel una tarde, deteniéndose junto al lago congelado— Paz.
Lucien lo miró, su sonrisa apenas visible.
—Yo tampoco. Pero ahora que la tenemos temo perderla.
—No la perderemos. —Gabriel le tomó las manos entre las suyas, frías, pálidas, pero vivas— No mientras estemos juntos.
Lucien acercó su frente a la de él.
El viento soplaba entre los árboles, pero el mundo se detuvo en ese instante.
Sus labios se rozaron con la delicadeza de una plegaria.
Era un beso sin urgencia ni temor.
Un beso que sellaba la certeza de que, aunque el universo se desmoronara, ellos serían su propio refugio.
Los días pasaron con lentitud amable.
Gabriel comenzó a ayudar en la pequeña librería del pueblo, un lugar cálido lleno de volúmenes antiguos y gatos dormidos junto a la estufa. Los aldeanos lo recibieron con curiosidad primero, y con cariño después. Nadie sabía quién era realmente ni de dónde había venido, pero su sonrisa y su voz suave bastaban para despertar afecto.
Lucien, por su parte, trabajaba reparando relojes y mecanismos. Su mente analítica encontraba paz en el orden de los engranajes y en la precisión de los segundos. Cuando se concentraba, sus cejas se fruncían levemente, y Gabriel lo observaba en silencio, fascinado, sintiendo el corazón llenársele de ternura.
—Cada vez que te miro trabajar —le dijo una noche mientras lo veía ajustar un reloj de bolsillo—, pienso que incluso el tiempo te obedece.
Lucien sonrió sin alzar la vista.
—Solo intento que marche sin romperse como nosotros.
Gabriel rió bajito.
—Si algo llegara a rompernos, el tiempo se detendría contigo.
Un domingo, el silencio del pueblo se rompió con la llegada de un carruaje. Del interior descendió una joven de cabellos castaños y ojos claros, envuelta en una capa de lana color verde. Se llamaba Evelyn Morel, hija del nuevo médico del pueblo.
Gabriel la conoció primero, en la librería. Ella hablaba con entusiasmo sobre literatura y música, y su voz tenía el brillo curioso de quien ha conocido poco dolor. Le caía bien. Hasta que comenzó a notar cómo sus visitas coincidían cada vez más con las horas en las que Lucien solía pasar por el lugar. Una tarde, Evelyn entró y sonrió al verlo.
—Buenas tardes, monsieur Dubray —dijo con suavidad — Su reloj quedó perfecto. Mis padres no dejan de admirar su trabajo.
Lucien, amable pero reservado, respondió con una inclinación de cabeza.
—Gracias, señorita Morel. Me alegra que funcione bien.
Gabriel observaba desde detrás del mostrador, fingiendo revisar unos libros, aunque cada palabra le pesaba más que el frío del invierno. Evelyn se atrevió a más.
—Pensaba organizar una pequeña velada musical… nada grandioso, solo piano y conversación. Me encantaría que asistiera.
Lucien dudó.
—No suelo frecuentar reuniones.
—Solo será un grupo reducido. —Sonrió— Prometo no aburrirlo.
Gabriel cerró un libro con un golpe seco.
Los dos se volvieron hacia él.
—Perdón —dijo, fingiendo una sonrisa — Se me resbaló.
La joven se despidió poco después, pero dejó flotando una frase:
—Ojalá pueda venir, monsieur. Sería un honor escucharlo hablar.
Cuando se marchó, el silencio fue incómodo.
Lucien volvió a su tarea, pero Gabriel lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Vas a ir? —preguntó, intentando sonar indiferente.
Lucien levantó la mirada, sorprendido.
—¿Ir? No lo sé. No creo que…
—Parecía interesada —lo interrumpió Gabriel— Y tú no la detuviste.
Lucien sonrió apenas.
—No veo el crimen en la cortesía.
—No es cortesía lo que vi —dijo Gabriel, cruzándose de brazos.
Hubo un silencio. El fuego crepitaba en la chimenea, y por un momento, el ruido del viento pareció un juicio. Lucien se levantó, caminó hacia él y le sostuvo el rostro entre las manos.
—Mírame —susurró— ¿De verdad crees que podría mirar a alguien más?
Gabriel bajó la vista, avergonzado por su propia inseguridad.
—No lo sé… solo… temí perderte, aunque fuera por un instante.
Lucien lo abrazó con ternura.
—No podrías perderme ni aunque lo intentaras.
El invierno se hizo más severo. Las noches se volvieron más frías, pero el calor entre ellos parecía desafiar toda lógica. Compartían risas, silencios, pequeñas rutinas: leer uno al lado del otro, pasear bajo la nieve, o simplemente quedarse abrazados junto al fuego sin decir nada.
Y sin embargo, algo empezó a cambiar en Gabriel. No era desconfianza, sino una inquietud profunda. Cada vez que veía a Evelyn en la calle o en la iglesia, sentía un escalofrío inexplicable. No era celos humanos era algo distinto, una vibración en el aire.